Ernesto Mejía / @netomejia08
En 1863, el ensayista y crítico literario, Nikolái Chernyshevski, publicaría, desde su encierro en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, una novela que estaría llamada a marcar un hito en la historia rusa. No tanto por su discutible calidad literaria, sino por la impronta que habría de dejar en el sinfín de agitadores y revolucionarios que poblarían la escena pública de su país en las décadas posteriores.
Al margen de su trama, la trascendencia de «¿Qué hacer?» (tal era el título de dicha novela, el mismo que casi 40 años más tarde retomaría Lenin para su célebre tratado político, lo que pone en evidencia la tremenda influencia de Chernyshevski) vendría dictada por uno de sus personajes secundarios de nombre Rakhmétov.
Ese personaje, cuya aparición en la obra se limitaría a unas cuarenta páginas, se convertiría pronto, sin embargo, en el summum del espíritu revolucionario, en el modelo moral a imitar por todo aquel que deseara abrazar el sacrificio y adentrarse en el riesgoso mundo de la agitación política.
Descendiente de una de las familias más antiguas de Rusia, Rakhmétov era descrito en la novela —que lleva el revelador subtítulo de «Relato de los hombres nuevos»— como el séptimo de un total de ocho hermanos.
Había desembarcado en San Petersburgo con 16 años como un estudiante de secundaria y se había inscrito luego en las facultades de Filología y la de Ciencias Naturales, pero al término de su segundo año de Universidad se había lanzado a recorrer el país, en un viaje que lo llevaría a emplearse en los más demandantes trabajos físicos: labrador, carpintero, marinero, obrero.
En la capital del imperio, pocos conocían su pasado familiar (que incluía una herencia de 400 siervos y 7,000 arpendes de tierra) y la mayoría lo conocía solo por dos sobrenombres: «El rigorista» y «Nikitouchka Lomov», en alusión, este último, al nombre de un colosal trabajador que en otro tiempo se había dedicado a halar barcos en el río Volga.
A la vuelta de su travesía, Rakhmétov, que ya antes de su partida se había impuesto una serie de reglas tendientes a guiar su conducta y cultivar su fortaleza física, adoptaría un todavía más riguroso sistema que normaría toda su vida en términos materiales, morales e intelectuales.
En ese camino de ascetismo que afinaría su transformación en el «Hombre diferente», expresión repetida por Chernyshevski en varios pasajes para referirse a su personaje, «El rigorista» se privaría del alcohol y del contacto con las mujeres, descansaría poco, vestiría de forma muy austera y regularía de manera estricta su ingesta de alimentos, limitándola la mayor parte de las veces a carne y pan negro. «No debo comer aquello que es totalmente inaccesible al pueblo. Eso me sirve para sentir, aunque sea un poco, hasta qué punto la vida del pueblo es mucho más difícil que la mía», repetía.
Esa renuncia, que llegaba incluso a la mortificación, como cuando uno de sus amigos lo encontraría durmiendo sobre un tablón plagado de clavos, se extendía también hasta sus actividades y relaciones sociales, las que elegía cuidadosamente entre aquellas que consideraba prioritarias, y a las que dedicaba únicamente el tiempo necesario.
Solo un lujo —»abominable debilidad», se exclamaba Rakhmétov— seguía persistiendo, muy a pesar suyo, en su austera cotidianidad: unos caros cigarrillos finos de 150 rublos que, según él, le ayudaban a reflexionar.
Con todo y que «El rigorista» realiza una acción marginal en la novela y su aparición llega incluso a parecer forzada, Chernyshevski establece con él un parangón moral. Es el héroe que se ha reeducado para librarse del lastre de la sociedad y ha llevado su desarrollo a término; es, en última instancia, el ideal a seguir ante el sueño de la revolución y la sociedad nueva.
Poco extraña, pues, que pronto la chispa de Rakhmétov comenzara a arder aquí y allá entre una multitud de jóvenes deseosos de seguir su ejemplo con la idea de transformar una Rusia que se debatía entre unas tímidas reformas y la represión zarista.
Uno de esos primeros jóvenes, o al menos uno de los primeros en hacerse notar, sería Serguéi Necháyev, un nihilista que a decir de Andrew Michael Drozd, en su libro «¿Qué hacer? Una reevaluación», se creía que dormía, al igual que el héroe de Chernyshevski, sobre tablones y se alimentaba solo de pan.
Fuera o no cierto, Necháyev firmaría una corta pero intensa vida conspirativa que lo llevaría a ser amado y despreciado a partes iguales por las grandes figuras del movimiento revolucionario continental, como Bakunin (que terminaría también alejándose de él) o el propio Marx, y que le granjearía un lugar en la historia por su fanatismo y su despiadado culto a la violencia.
Su apellido comenzaría a ser conocido del gran público hacia finales de 1869, cuando saldrían a la luz los detalles del asesinato de Iván Ivanovich Ivanov, un miembro de la célula terrorista que Necháyev había fundado en Moscú a mediados de ese mismo año, llamada La Venganza del Pueblo.
Habiendo tenido ambos un desencuentro, en el curso del cual Ivanov se había atrevido a cuestionar las ideas de Necháyev, este último lo había acusado de ser un delator y había dado la orden a los otros miembros del grupo de asesinarlo. El cadáver sería atado de manos y pies y lanzado al fondo de un estanque. Aunque la policía capturaría pronto a los integrantes de la célula, el cabecilla de La Venganza del Pueblo, que para entonces sumaba solo 22 años, se escaparía y comenzaría una carrera de fugitivo que lo llevaría por varias ciudades de Europa Central, que terminaría en Ginebra, en 1872, cuando sería finalmente capturado.
Ese escabroso crimen y su protagonista empujarían a Dostoievski a publicar ese mismo año, su novela «Los Demonios», una especie de mea culpa por su propio pasado revolucionario y el de su generación que con su liberalismo occidentalizado, creía, había terminado por engendrar a esa nueva generación aún más radicalizada y terrorista. Pero también un férreo ataque contra esos grupos que con su extremismo, preveía Dostoievski, —como en una acertada premonición del terrible siglo XX que él ya no vería— amenazaban con sumir a Rusia en un despotismo sin límites.
«En todo período de transición surge esa canalla de la que ninguna sociedad está libre, y surge no sólo sin propósito alguno, sino sin ningún asomo de idea, sólo para sembrar con ahínco la inquietud y la impaciencia. Y, sin embargo, esa canalla, sin advertirlo siquiera, cae casi siempre bajo el caudillaje de un puñado de ‘progresistas’, que ya sí obran con un propósito definido, y son los que llevan a ese hato de truhanes a donde les da la gana…», se lamentaba en una parte de su obra el escritor.
El severo juicio que Dostoievski haría de Necháyev, al que en el libro daría el nombre de Piotr Stepanovich Verkhovenski, no sería compartido por todos sus contemporáneos.
Lejos de eso, muchos de ellos alegarían que su novela era solamente un deliberado esfuerzo por difamar al movimiento revolucionario de la década de los 60, por lo que las ideas de Necháyev continuarían gozando de prestigio entre los círculos radicales. Sobre todo aquellas contenidas en el «Catecismo del revolucionario» (1869), un virulento panfleto en el que es difícil no advertir un Lenin «avant la lettre» y cuyo primer apartado, que recuerda de nuevo el ascetismo primigenio de Rakhmétov, reza así:
«El revolucionario es un hombre condenado. No tiene intereses personales, no tiene relaciones, sentimientos, vínculos o propiedades, ni siquiera tiene un nombre. Todo en él se dirige hacia un solo fin, un solo pensamiento, una sola pasión: la revolución».
Embebido de ese mismo fervor religioso, lo que sigue en su catecismo es una serie de instrucciones tendientes a regir la vida misma del revolucionario, sus relaciones con sus camaradas y la sociedad en general, así como la actitud que debe de tener la organización con el pueblo. Todo ordenado en función del sometimiento incondicional a la idea totalizadora de la revolución, que implica obviamente la fría, brutal y despiadada aniquilación del orden moral, social y político existente
Cierto es que Necháyev, a diferencia de lo que sí haría Lenin luego, no esboza en su panfleto un programa político y tampoco prevé la imposición desde arriba de una nueva organización para el pueblo una vez que la revolución haya provocado el colapso del sistema vigente. Su propuesta parece regocijarse más en la destrucción por la destrucción y en algunos pasajes está más emparentada del anarquismo que del marxismo.
«Para él (el revolucionario) sólo debe existir un consuelo, una recompensa, un placer: el triunfo de la revolución. Día y noche tendrá un solo pensamiento y un solo propósito: la destrucción sin piedad».
Y cierto es también que el nihilista parece en algunos momentos contradecirse depositando primero su fe en una revolución atravesada de un alto grado de individualismo, para solo después hacer referencia a la necesidad de una estricta organización y coordinación.
Aun con eso, su devoto llamado a una vida completamente volcada al triunfo de la revolución, un objetivo en el que no puede ni debe mediar ningún mandato moral más que el interés mismo de esa victoria; el recurso al terror; el carácter insurreccional que debe imprimírsele a la lucha; la necesidad de infiltrar al enemigo; la noción de un grupo de avanzada y una cierta alusión al centralismo en el seno de la organización son ideas que aunque con otros ropajes y con una mayor sofisticación política es posible rastrear también en las posteriores obras de Lenin, las cuales no verían la luz sino hasta más de 30 años después.
En sus documentos escritos, el líder bolchevique no haría nunca ninguna mención que permitiera corroborar su admiración por el dirigente nihilista. Sin embargo, los testimonios de algunos de sus colaboradores más cercanos revelarían luego de su muerte cuánto aprecio le tenía y cuán importante había sido acaso su pensamiento en su propio desarrollo revolucionario.
Su secretario, Vladimir Bonch-Bruyévich, recordaría, por ejemplo, que en una ocasión Lenin lamentaría que, comenzando por «Los Demonios», de Dostoievski, la figura de Necháyev hubiera sido tan denigrada en Rusia, incluso por revolucionarios que habían olvidado que «ese titán de la revolución» había tenido tanta fuerza de voluntad y entusiasmo que, aún en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, recluido en condiciones imposibles, había logrado influenciar a los guardias para que le obedecieran completamente.
Lenin, a decir de su secretario, elogiaba el talento organizativo y la capacidad conspirativa de Necháyev, y había ordenado que se encontraran todos sus escritos, se publicaran y se estudiaran.
En su libro, «Lenin, el dictador. Un retrato íntimo», el periodista e historiador Victor Sebestyen rescata otra de las memorias de Bonch-Bruyévich a propósito de Necháyev, surgida de sus pláticas con el dirigente comunista.
«Basta con recordar su precisa respuesta (de Necháyev) a la pregunta, ¿quién debe ser asesinado de la familia real? Dijo: la lista entera de los Románov. ¿Entonces, quién debe ser asesinado? La casa entera de los Románov. Una genialidad pura», diría Lenin.
Una «genialidad» que los bolcheviques ejecutarían literalmente en 1918.