Necháyev: una especie de Lenin antes de Lenin

 

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Ernesto Mejía / @netomejia08

En 1863, el ensayista y crítico literario, Nikolái Chernyshevski, publicaría, desde su encierro en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, una novela que estaría llamada a marcar un hito en la historia rusa. No tanto por su discutible calidad literaria, sino por la impronta que habría de dejar en el sinfín de agitadores y revolucionarios que poblarían la escena pública de su país en las décadas posteriores.

Al margen de su trama, la trascendencia de «¿Qué hacer?» (tal era el título de dicha novela, el mismo que casi 40 años más tarde retomaría Lenin para su célebre tratado político, lo que pone en evidencia la tremenda influencia de Chernyshevski) vendría dictada por uno de sus personajes secundarios de nombre Rakhmétov.

Ese personaje, cuya aparición en la obra se limitaría a unas cuarenta páginas, se convertiría pronto, sin embargo, en el summum del espíritu revolucionario, en el modelo moral a imitar por todo aquel que deseara abrazar el sacrificio y adentrarse en el riesgoso mundo de la agitación política.

Descendiente de una de las familias más antiguas de Rusia, Rakhmétov era descrito en la novela —que lleva el revelador subtítulo de «Relato de los hombres nuevos»— como el séptimo de un total de ocho hermanos.

Había desembarcado en San Petersburgo con 16 años como un estudiante de secundaria y se había inscrito luego en las facultades de Filología y la de Ciencias Naturales, pero al término de su segundo año de Universidad se había lanzado a recorrer el país, en un viaje que lo llevaría a emplearse en los más demandantes trabajos físicos: labrador, carpintero, marinero, obrero.

En la capital del imperio, pocos conocían su pasado familiar (que incluía una herencia de 400 siervos y 7,000 arpendes de tierra) y la mayoría lo conocía solo por dos sobrenombres: «El rigorista» y «Nikitouchka Lomov», en alusión, este último, al nombre de un colosal trabajador que en otro tiempo se había dedicado a halar barcos en el río Volga.

A la vuelta de su travesía, Rakhmétov, que ya antes de su partida se había impuesto una serie de reglas tendientes a guiar su conducta y cultivar su fortaleza física, adoptaría un todavía más riguroso sistema que normaría toda su vida en términos materiales, morales e intelectuales.

En ese camino de ascetismo que afinaría su transformación en el «Hombre diferente», expresión repetida por Chernyshevski en varios pasajes para referirse a su personaje, «El rigorista» se privaría del alcohol y del contacto con las mujeres, descansaría poco, vestiría de forma muy austera y regularía de manera estricta su ingesta de alimentos, limitándola la mayor parte de las veces a carne y pan negro. «No debo comer aquello que es totalmente inaccesible al pueblo. Eso me sirve para sentir, aunque sea un poco, hasta qué punto la vida del pueblo es mucho más difícil que la mía», repetía.

Esa renuncia, que llegaba incluso a la mortificación, como cuando uno de sus amigos lo encontraría durmiendo sobre un tablón plagado de clavos, se extendía también hasta sus actividades y relaciones sociales, las que elegía cuidadosamente entre aquellas que consideraba prioritarias, y a las que dedicaba únicamente el tiempo necesario.

Solo un lujo —»abominable debilidad», se exclamaba Rakhmétov— seguía persistiendo, muy a pesar suyo, en su austera cotidianidad: unos caros cigarrillos finos de 150 rublos que, según él, le ayudaban a reflexionar.

Con todo y que «El rigorista» realiza una acción marginal en la novela y su aparición llega incluso a parecer forzada, Chernyshevski establece con él un parangón moral. Es el héroe que se ha reeducado para librarse del lastre de la sociedad y ha llevado su desarrollo a término; es, en última instancia, el ideal a seguir ante el sueño de la revolución y la sociedad nueva.

Poco extraña, pues, que pronto la chispa de Rakhmétov comenzara a arder aquí y allá entre una multitud de jóvenes deseosos de seguir su ejemplo con la idea de transformar una Rusia que se debatía entre unas tímidas reformas y la represión zarista.

Uno de esos primeros jóvenes, o al menos uno de los primeros en hacerse notar, sería Serguéi Necháyev, un nihilista que a decir de Andrew Michael Drozd, en su libro «¿Qué hacer? Una reevaluación», se creía que dormía, al igual que el héroe de Chernyshevski, sobre tablones y se alimentaba solo de pan.

Fuera o no cierto, Necháyev firmaría una corta pero intensa vida conspirativa que lo llevaría a ser amado y despreciado a partes iguales por las grandes figuras del movimiento revolucionario continental, como Bakunin (que terminaría también alejándose de él) o el propio Marx, y que le granjearía un lugar en la historia por su fanatismo y su despiadado culto a la violencia.

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El asesinato del zar fue una de las obsesiones de las células terroristas rusas como la creada por Necháyev. Una de ellas, la autodenominada Voluntad del Pueblo, lograría asesinar a Alejandro II en 1881.

 

Su apellido comenzaría a ser conocido del gran público hacia finales de 1869, cuando saldrían a la luz los detalles del asesinato de Iván Ivanovich Ivanov, un miembro de la célula terrorista que Necháyev había fundado en Moscú a mediados de ese mismo año, llamada La Venganza del Pueblo.

Habiendo tenido ambos un desencuentro, en el curso del cual Ivanov se había atrevido a cuestionar las ideas de Necháyev, este último lo había acusado de ser un delator y había dado la orden a los otros miembros del grupo de asesinarlo. El cadáver sería atado de manos y pies y lanzado al fondo de un estanque. Aunque la policía capturaría pronto a los integrantes de la célula, el cabecilla de La Venganza del Pueblo, que para entonces sumaba solo 22 años, se escaparía y comenzaría una carrera de fugitivo que lo llevaría por varias ciudades de Europa Central, que terminaría en Ginebra, en 1872, cuando sería finalmente capturado.

Ese escabroso crimen y su protagonista empujarían a Dostoievski a publicar ese mismo año, su novela «Los Demonios», una especie de mea culpa por su propio pasado revolucionario y el de su generación que con su liberalismo occidentalizado, creía, había terminado por engendrar a esa nueva generación aún más radicalizada y terrorista. Pero también un férreo ataque contra esos grupos que con su extremismo, preveía Dostoievski, —como en una acertada premonición del terrible siglo XX que él ya no vería— amenazaban con sumir a Rusia en un despotismo sin límites.

«En todo período de transición surge esa canalla de la que ninguna sociedad está libre, y surge no sólo sin propósito alguno, sino sin ningún asomo de idea, sólo para sembrar con ahínco la inquietud y la impaciencia. Y, sin embargo, esa canalla, sin advertirlo siquiera, cae casi siempre bajo el caudillaje de un puñado de ‘progresistas’, que ya sí obran con un propósito definido, y son los que llevan a ese hato de truhanes a donde les da la gana…», se lamentaba en una parte de su obra el escritor.

El severo juicio que Dostoievski haría de Necháyev, al que en el libro daría el nombre de Piotr Stepanovich Verkhovenski, no sería compartido por todos sus contemporáneos.

Lejos de eso, muchos de ellos alegarían que su novela era solamente un deliberado esfuerzo por difamar al movimiento revolucionario de la década de los 60, por lo que las ideas de Necháyev continuarían gozando de prestigio entre los círculos radicales. Sobre todo aquellas contenidas en el «Catecismo del revolucionario» (1869), un virulento panfleto en el que es difícil no advertir un Lenin «avant la lettre» y cuyo primer apartado, que recuerda de nuevo el ascetismo primigenio de Rakhmétov, reza así:

«El revolucionario es un hombre condenado. No tiene intereses personales, no tiene relaciones, sentimientos, vínculos o propiedades, ni siquiera tiene un nombre. Todo en él se dirige hacia un solo fin, un solo pensamiento, una sola pasión: la revolución».

Embebido de ese mismo fervor religioso, lo que sigue en su catecismo es una serie de instrucciones tendientes a regir la vida misma del revolucionario, sus relaciones con sus camaradas y la sociedad en general, así como la actitud que debe de tener la organización con el pueblo. Todo ordenado en función del sometimiento incondicional a la idea totalizadora de la revolución, que implica obviamente la fría, brutal y despiadada aniquilación del orden moral, social y político existente

Cierto es que Necháyev, a diferencia de lo que sí haría Lenin luego, no esboza en su panfleto un programa político y tampoco prevé la imposición desde arriba de una nueva organización para el pueblo una vez que la revolución haya provocado el colapso del sistema vigente. Su propuesta parece regocijarse más en la destrucción por la destrucción y en algunos pasajes está más emparentada del anarquismo que del marxismo.

«Para él (el revolucionario) sólo debe existir un consuelo, una recompensa, un placer: el triunfo de la revolución. Día y noche tendrá un solo pensamiento y un solo propósito: la destrucción sin piedad».

Y cierto es también que el nihilista parece en algunos momentos contradecirse depositando primero su fe en una revolución atravesada de un alto grado de individualismo, para solo después hacer referencia a la necesidad de una estricta organización y coordinación.

Aun con eso, su devoto llamado a una vida completamente volcada al triunfo de la revolución, un objetivo en el que no puede ni debe mediar ningún mandato moral más que el interés mismo de esa victoria; el recurso al terror; el carácter insurreccional que debe imprimírsele a la lucha; la necesidad de infiltrar al enemigo; la noción de un grupo de avanzada y una cierta alusión al centralismo en el seno de la organización son ideas que aunque con otros ropajes y con una mayor sofisticación política es posible rastrear también en las posteriores obras de Lenin, las cuales no verían la luz sino hasta más de 30 años después.

En sus documentos escritos, el líder bolchevique no haría nunca ninguna mención que permitiera corroborar su admiración por el dirigente nihilista. Sin embargo, los testimonios de algunos de sus colaboradores más cercanos revelarían luego de su muerte cuánto aprecio le tenía y cuán importante había sido acaso su pensamiento en su propio desarrollo revolucionario.

Su secretario, Vladimir Bonch-Bruyévich, recordaría, por ejemplo, que en una ocasión Lenin lamentaría que, comenzando por «Los Demonios», de Dostoievski, la figura de Necháyev hubiera sido tan denigrada en Rusia, incluso por revolucionarios que habían olvidado que «ese titán de la revolución» había tenido tanta fuerza de voluntad y entusiasmo que, aún en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, recluido en condiciones imposibles, había logrado influenciar a los guardias para que le obedecieran completamente.

Lenin, a decir de su secretario, elogiaba el talento organizativo y la capacidad conspirativa de Necháyev, y había ordenado que se encontraran todos sus escritos, se publicaran y se estudiaran.

En su libro, «Lenin, el dictador. Un retrato íntimo», el periodista e historiador Victor Sebestyen rescata otra de las memorias de Bonch-Bruyévich a propósito de Necháyev, surgida de sus pláticas con el dirigente comunista.

«Basta con recordar su precisa respuesta (de Necháyev) a la pregunta, ¿quién debe ser asesinado de la familia real? Dijo: la lista entera de los Románov. ¿Entonces, quién debe ser asesinado? La casa entera de los Románov. Una genialidad pura», diría Lenin.

Una «genialidad» que los bolcheviques ejecutarían literalmente en 1918.

 

Breve repaso del simbolismo de la bandera roja. De Hugo a Gorki

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«Ataque al Palacio de Invierno», Pavel Sokolov Skalya.

Ernesto Mejía / @netomejia08

Hay un cuadro de Pavel Sokolov Skalya, «Ataque al Palacio de Invierno», que pretende ilustrar justamente ese momento, ocurrido en la noche del 25 al 26 de octubre de 1917 (7 y 8 de noviembre en el calendario gregoriano de Occidente), que resultaría definitorio en la toma del poder por parte de la Revolución rusa.

En él, envueltos en una atmosfera cobriza y mezclados entre piezas de artillería, guardias rojos y obreros sublevados se lanzan fusil en mano a través del doble arco de triunfo que da acceso a la plaza central de Petrogrado, a la conquista de la antigua residencia de los zares, sede ya para entonces del  gobierno provisional  al mando de Alexander Kerenski.

Al fondo, emergiendo de entre una penumbra brumosa y ahumada, y precedida por la columna de Alejandro, la gran mole espera el bombardeo y el asalto final anunciados por la señal luminosa de los faros de la fortaleza de San Pedro y San Pablo.

Por detallado que sea el cuadro,  la reconstrucción pictórica de Sokolov Skalya, inmortalizada a su modo también en el cine por la cinta «Octubre», de Serguéi Eisenstein, está más cerca de la leyenda que de la historia.

John Reed, por ejemplo, un activista socialista estadounidense que atestiguaría el estallido y el triunfo de la revolución en suelo ruso recordaría en su crónica «10 días que estremecerían al mundo» que al escalar la barricada de maderos que defendía la sede del gobierno provisional, los guardias rojos notaron que en «la entrada principal las puertas estaban abiertas de par en par, dejando salir la luz, y ni una sola persona salió del inmenso edificio».

Incluso finalizada la operación, una acción militar que se saldaría más bien con muy pocas bajas y escasos daños materiales, asegurado el lugar y apresados los últimos representantes del gobierno que quedaban en su interior, Reed subrayaría el aparente aire despreocupado de la ciudad, su sosegada normalidad; algo que contrasta con la violencia generalizada que parece impregnar todo el cuadro del pintor ruso:

«Eran las tres de la madrugada. En la (avenida) Nevski lucían nuevamente todos los faroles de gas, el cañón de tres pulgadas había sido retirado y sólo las guardias rojos y los soldados en cuclillas alrededor de las fogatas recordaban todavía la guerra. La ciudad estaba tranquila, como quizás no lo había estado nunca en el curso de su historia: ¡Ni un crimen, ni un robo fueron cometidos en esta noche!»

Al permitirse tantas licencias históricas, Sokolov Skalya pretende precisamente no una reconstrucción fiel de los hechos, sino exaltar las virtudes heroicas de los combatientes soviéticos. Todo en su pintura es una glorificación de ese momento decisivo de la toma del poder y una emotiva invitación para que el espectador se sienta parte de esa trascendental victoria.

Por eso la calidez de sus colores, el movimiento de la escena, la tensión de sus personajes y, no menos importante, la inclusión en la mitad izquierda del cuadro, llevada por un soldado que parece montado en la torreta de un tanque, de la bandera roja ondeando al viento; un elemento que aunque un tanto devaluado hoy en términos de su poder evocador, gozaría de un innegable peso simbólico durante al menos dos siglos, inspirando, dependiendo del campo en el que las personas se situaran, terror en unos, liberación y fraternidad obrera, en otros.

No en vano en su análisis de la Comuna de París, contenido en «La guerra civil en Francia» (1871), Marx se regocijaría con la escena del estandarte proletario flameando sobre el edificio del ayuntamiento de la capital francesa:

«Cuando la Comuna de París tomó en sus propias manos la dirección de la revolución; cuando, por primera vez en la historia, simples obreros se atrevieron a violar el privilegio gubernamental de sus ‘superiores naturales’ y, en circunstancias de una dificultad sin precedentes, realizaron su labor de un modo modesto, concienzudo y eficaz (…) el viejo mundo se retorció en convulsiones de rabia ante el espectáculo de la bandera roja, símbolo de la República del Trabajo, ondeando sobre el Hôtel de Ville».

Debido a esa potencia simbólica anclada en el imaginario colectivo, no es de extrañar que la bandera roja se hiciera de un espacio destacado en las artes. No solo en la pintura, como ya se ha visto, sino también en múltiples escenas cinematográficas («Novecento», «Reds»); en versos de poemas de Mayakovsky o Blas de Otero; en himnos y canciones («Drapeau Rouge», «Le chiffon rouge», «Bandiera Rossa») y, sí, claro, en algunas de las páginas más importantes de la narrativa mundial.

Irónicamente, ese emblema que llegaría hasta nosotros cargado de los ecos de la revolución proletaria, no estaría siempre asociado al movimiento obrero. Por el contrario, en sus orígenes, sería un símbolo contrarrevolucionario.

Aunque en la Antigüedad y en la Edad Media,  algunas insurrecciones de esclavos o revueltas campesinas se habían apropiado de estandartes bermejos o escarlatas como símbolos de su rebeldía, Maurice Dommanget, sitúa en la Revolución Francesa, el momento en el que la bandera roja comenzaría a adquirir su significado actual. Algo que el teórico del sindicalismo revolucionario, Georges Sorel, había apuntado también en su obra «Reflexiones sobre la violencia» (1908).

En «Historia de la bandera roja» (1966),  Dommanget señala que la Ley del 21 de octubre de 1789 contra las multitudes, denominada también Ley marcial, sería la que daría inicio a todo.

El referido cuerpo legal, un decreto de la Asamblea Nacional Constituyente, sancionado por el rey Luis XVI, facultaba a las autoridades municipales francesas a desplegar las fuerzas militares toda vez que «la tranquilidad pública se viera en peligro».

«Esta declaración se hará exponiendo en la ventana principal del ayuntamiento y llevando por todas las calles y cruces de caminos una bandera roja…»,  rezaba parte del segundo artículo de ese cuerpo normativo. Y el tercero agregaba: «A la sola señal de la bandera, toda multitud, con o sin armas, se convertirá en criminal y deberá ser disipada por la fuerza».

La ley concluía en su artículo 12 que «una vez que la calma fuera restablecida, los oficiales municipales emitirían un decreto que haría cesar la ley marcial, retirando la bandera roja, y remplazándola durante ocho días por una blanca».

«Al principio de la Revolución Francesa, (la bandera roja)  era la bandera del orden elevado a su máxima potencia porque no se sacaba más que para salvaguardar el poder establecido», refiere el autor.

Sin embargo, en la turbulenta escena política de la Francia del siglo XVIII y XIX, esa condición  comenzaría a cambiar rápidamente. Cuando en julio de 1791, una multitud de republicanos se reunió en el Campo de Marte para pedir la renuncia del rey, las autoridades desplegaron a toda prisa el estandarte y sin previo aviso dieron  inicio a una represión violenta que dejaría decenas de muertos. Comenzaría entonces una sorprendente inversión, fruto del dolor por las víctimas pero también de una voluntad de parodiar al poder establecido, por la cual esa bandera, «teñida con la sangre de los mártires de la revolución»,  pasaría a convertirse en el emblema del pueblo oprimido.

La transformación sería tan brutal y tan pronta que el periodista Jean Louis Carra se preciaría en las páginas de los Anales patrióticos y literarios de haber propuesto, en los preparativos para la insurrección del 10 de agosto de 1792, la confección de una bandera roja que llevara la inscripción «Ley marcial del pueblo soberano contra la rebelión del poder ejecutivo».

En adelante, y hasta la Comuna de París (1871), la bandera volvería a aparecer en cada revuelta o revolución que sacudiría a la capital francesa: febrero y junio de 1832, abril de 1834, y febrero de 1848. Y de no haber sido por un inflamado discurso, en ese último año, de Alphonse de Lamartine, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores y cabeza del gobierno provisional luego de la caída de Luis Felipe I, el estandarte rojo a punto habría estado de remplazar a la tricolor como la bandera oficial de Francia.

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Barricada de la rue Soufflot, Horace Vernet.

Nada de casualidad tiene entonces que ese ambiente cargado de revoluciones fuera el que inspirara acaso la primera gran inmortalización de la bandera roja en la literatura. En dos capítulos por demás entrañables de «Los Miserables», Victor Hugo pone en perspectiva la potencia simbólica de ese emblema para el movimiento popular que participaría en la rebelión de febrero de 1832, desatada durante las exequias del general Lamarque.

Atrincherado en una barricada de la calle Saint Denis, un grupo rebelde, en el que se encuentra Marius, uno de los personajes principales de la obra, soporta con dificultad los embates nocturnos del ejército francés.

En un momento dado, una ráfaga rompe en dos el asta de la bandera roja que hasta entonces se había mantenido ondeando sobre los adoquines de la barricada. Enjolras, el líder del grupo, lanza una consigna: izar de nuevo el estandarte. Pero con los fusiles enemigos apuntando de frente, la operación se antoja una locura. De pronto, ante la insistencia de Enjolras, Mabeuf, un anciano, amigo de Marius, que había seguido casi por inercia al grupo de rebeldes, y se había mantenido hasta ese momento en una esquina absorto en sus pensamientos, se pondría de pie sin mediar palabra.

«La presencia del anciano causó una especie de conmoción en todos los grupos. Se dirigió hacia Enjolras; los insurgentes se apartaban a su paso con religioso temor; cogió la bandera, y sin que nadie pensara en detenerlo ni en ayudarlo, aquel anciano de ochenta años, con la cabeza temblorosa y el pie firme, empezó a subir lentamente la escalera de adoquines que habían hecho en la barricada. A cada escalón que subía, sus cabellos blancos, su faz decrépita, su amplia frente calva y arrugada, sus ojos hundidos, su boca asombrada y abierta, con la bandera roja en su envejecido brazo, saliendo de la sombra y engrandeciéndose en la claridad sangrienta de la antorcha, parecía el espectro de 1793 saliendo de la tierra con la bandera del terror en la mano.

Cuando estuvo en lo alto del último escalón, cuando aquel fantasma tembloroso y terrible de pie sobre el montón de escombros en presencia de mil doscientos fusiles invisibles, se levantó enfrente de la muerte como si fuese más fuerte que ella, toda la barricada tomó en las tinieblas un aspecto sobrenatural y colosal.

En medio del silencio, el anciano agitó la bandera roja y gritó:

– ¡Viva la Revolución! ¡Viva la República! ¡Fraternidad, igualdad o la muerte!»

En sintonía con el agitado panorama político del París decimonónico, la bandera roja volvería a dejar su huella en las páginas de «El insurrecto», tercera ventana de una trilogía compuesta además por «El niño» y «El bachiller», escrita por Jules Vallès.

En esa obra, que reúne hacia el final de sus páginas, las tribulaciones del joven comunero Jacques Vintras, alter ego del propio Vallès, durante la semana sangrienta  de la Comuna, la bandera aparece primero como un símbolo de esperanza antes de la reconquista final de la ciudad por parte de las tropas del ejército de Versalles.

«¡En qué pensaba! Creía que la ciudad parecería muerta antes mismo de haber sido asesinada. Y he aquí que mujeres y niños se entremezclan. Una bandera roja completamente nueva acaba de ser clavada por una bella niña, y crea el efecto, sobre esas piedras grises, de una amapola sobre un viejo muro».

Pero luego, bajo el fuego y el bombardeo enemigo, esa visión da paso a una escena más llena de desasosiego donde el contraste con el repudiado estandarte tricolor se convierte en el anuncio de la estrepitosa derrota.

«A diez pasos de nosotros, una bandera tricolor. Está ahí, pulcra, reluciente y nueva esa bandera, insultando con sus matices frescos a la nuestra, cuyos harapos penden todavía aquí y allá, chamuscados, lodosos y fétidos como amapolas aplastadas y marchitas».

Aun así, hecha jirones, la bandera roja, exportada por los exiliados franceses al resto de Europa, haría un largo camino de más de 2,400 kilómetros hasta desembarcar en el otro gran teatro revolucionario de ese cruce de siglos: la Rusia zarista.

El gigante del Este era ya una olla de presión, cuyo agitado panorama Máximo Gorki reflejaría en su novela «La madre».

Minucioso retrato del ambiente obrero previo al estallido de 1905, la obra de Gorki es el relato de la creciente actividad revolucionaria del trabajador fabril Pável Vlasov y del lento despertar político de su madre, Pelagia Nilovna, quien encarna, para efectos prácticos, la paulatina toma de conciencia de la sociedad rusa.

Enmarcada en ese contexto, la bandera roja aparece durante los preparativos y el desarrollo de una marcha del Primero de Mayo, a todas luces ilegal, para cristalizar lo más puro de los ideales que inspiran la lucha proletaria: «la razón, la verdad, la libertad» y para congregar a su alrededor a unos manifestantes que, a pesar de los peligros, van perdiendo miedo al régimen.

«La gente corría al encuentro de la enseña roja, gritaba, se fundía con la multitud, marchaba con ella de vuelta y los gritos se apagaban entre los sonidos de la canción; aquella canción que cantaban en casa en voz más baja que otras, fluía en la calle, sin trémolos, recta, con una fuerza terrible».

La potencia del símbolo es tal que aún confrontado a las bayonetas de los soldados que habían llegado a disolver la manifestación, Pável, que durante toda la marcha había ido al frente cargando la bandera, no solo se rehusaría a entregarla a quienes en un acto desesperado trataban de esconderla, sino que reprendería con vehemencia a un compañero que se había adelantado al estandarte.

– ¡A mi lado, camarada!- gritó bruscamente Pável… ¡A mi lado! ¡No tienes derecho a ir delante de la bandera!

Incluso después de disuelta la marcha y apresado Vlasov, los restos desgarrados de la enseña, salvados a toda prisa por la madre, se antojan acaso como la representación de una lucha que, a pesar de todo, debe continuar.

«Se levantó y, sin lavarse ni rezar sus oraciones, se puso a arreglar el cuarto. En la cocina, apareció ante sus ojos un palo con un trozo de percalina roja; lo cogió con hostilidad, sintió deseos de echarlo debajo del horno, pero, suspirando, desprendió de él el trozo de bandera, dobló cuidadosamente el retazo de tela roja y se lo guardó en el bolsillo».

Paradójicamente, Gorki, que tanto y tan bien le cantara a la bandera roja, como un estandarte de razón, verdad y libertad, tendría luego una serie de encuentros y desencuentros con los bolcheviques y vería cómo la enseña caería secuestrada por un régimen cada vez más policial y burocrático.

Así, aunque la bandera roja continuaría inspirando aquí y alla a lo largo y ancho del mundo, durante al menos medio siglo más, la lucha revolucionaria, en la Unión Soviética, a la muerte de Gorki (1936), parecía haber cerrado ya el circulo de su azaroso camino, volviendo a lo que había sido inicialmente: un símbolo del orden del poder establecido.