Progreso, el mito de origen cristiano que empuja al mundo

Ernesto Mejía / @netomejia08

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Si bien los progresos (aquellas innovaciones, incluso aleatorias e involuntarias, favorables a la vida en general y a la humana en particular) han estado presentes en todo el planeta, en todos los tiempos y en todas las culturas, no es sino hacia la segunda mitad del siglo XVIII, cuando la voluntad ciega y arrolladora de progresar  alzaría vuelo en el pensamiento occidental consolidando una concepción ideológica que ha persistido hasta nuestros días.

La tradición pretende que fue el político y economista francés Anne Robert Jacques Turgot uno de los primeros en proclamar esa flama.

En su «Cuadro filosófico de los procesos sucesivos del progreso humano», un discurso pronunciado en la Sorbona, el 11 de diciembre de 1750, Turgot afirmaba que, a diferencia de la historia de la naturaleza que era esencialmente repetitiva, la de los hombres constituía una fabulosa acumulación de conocimientos que tenía como consecuencia un constante perfeccionamiento.

«La sucesión de los hombres ofrece de siglo en siglo un espectáculo siempre variado. La razón, las pasiones, la libertad producen sin cesar nuevos acontecimientos. Todas las edades están encadenadas las unas a las otras por una serie de causas y efectos, que enlazan el estado presente del mundo a todos los que le han precedido. Los signos arbitrarios del lenguaje y de la escritura, al dar a los hombres el medio de asegurar la posesión de sus ideas y de comunicarlas a los otros, han formado con todos los conocimientos particulares un tesoro común que una generación transmite a la otra, constituyendo así la herencia, siempre aumentada, de descubrimientos de cada siglo. El género humano, considerado desde su origen, parece a los ojos de un filósofo, un todo inmenso que tiene, como cada individuo, su infancia y sus progresos».

Desde entonces, numerosos pensadores como Condorcet, Comte, Saint Simon, Hegel o Marx abrazaron esa idea de perfeccionamiento que implica, entre otras cosas, las nociones de tiempo, cambio, mejoría, gradualidad y rumbo.

Pero esa concepción de la historia como mejora paulatina es, como apunta el ensayista mexicano Gabriel Zaid, en «Cronología del progreso» (2016), simplemente una secularización de un mito cristiano anterior, surgido en el siglo XII de la mano del abad calabrés, Joaquín de Fiore.

Nunca antes ni fuera de la cultura occidental, indica el escritor en esta serie de ensayos que abordan el tema desde sus ángulos históricos, económicos y morales, y que complementan su obra anterior «El progreso improductivo» (1979), existió esa fe.

De acuerdo con Zaid, Joaquín de Fiore sostenía que la eternidad divina se revelaba a lo largo del tiempo en tres etapas de creciente plenitud: la del Padre, marcada por la Antigua alianza; la del Hijo, sellada por la presencia de Cristo; y la del Espíritu Santo, que llevaría a la liberación de los hombres y a la superación de las estructuras jerárquicas, puesto que toda la humanidad sería entonces una Iglesia santa.

En contraste con las visiones eclesiales anteriores que situaban a la perfección de Dios en un pasado remoto irrecuperable o en el final de los tiempos, en un futuro pospuesto una y otra vez, lo que Joaquín introduce es la idea innovadora de la restauración gradual del paraíso perdido en la tierra. Es la concepción de un futuro cercano al que se puede acceder progresivamente, con lo cual la eternidad deja de estar fuera de la historia y se introduce definitivamente en esta.

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Que ese nivel de optimismo desbordante resurgiera casi siete siglos después, en medio del auge de las ciencias y en el alba de la revolución industrial, resulta hoy apenas sorprendente. Con la única diferencia de que la noción renacería, entonces, bajo un ropaje secular, no religioso.

No es extraño, pues, que Auguste Comte esquematizara la evolución del conocimiento humano en tres etapas progresivas: la teológica, la metafísica y la científica; o que Marx profetizara el advenimiento de fases superiores coronadas por el estadio último de la sociedad sin clases.

Tan convencidos estaban los pensadores decimonónicos de la evidencia científica de la mejoría constante de la humanidad que, haciendo a un lado sus pretensiones seculares, la idea se transformaría, paradójicamente, en un nuevo culto.

«El mito del progreso adquirió una fuerza arrolladora, y, desde el siglo XVIII, se volvió una fuerza ciega que ignora sus orígenes y considera evidentísimo y hasta científico lo que realmente es una fe religiosa (…) Paradójicamente, la fe en el progreso se volvió contra su inspiración cristiana, como algo superado. Se convirtió en la nueva religión», acota Zaid.

Claro que tan pronto surgió el mito del progreso, apareció también su crítica. La historia de Prometeo, el titán griego que libera el fuego divino en beneficio de los hombres, lleva aparejada el suplicio eterno de su protagonista. El saber que permitió a la humanidad tantos avances en tantas áreas posibilitó asimismo, en el siglo XX, dos guerras mundiales, los campos de concentración, las atrocidades comunistas, la bomba atómica.

Ante esa dualidad, Zaid propone un optimismo moderado que nos permita seguir creyendo en la idea de la mejoría pero que nos mantenga también en guardia contra sus efectos adversos.

«(El mito moderno del progreso) cabe asumirlo todavía, con sentido crítico y sentido del humor. Es razonable suponer que el tiempo, el cambio y lo mejor existen. Que ha habido y seguirá habiendo innovaciones favorables a la vida humana. Que el progreso existe. Que es un hecho anterior a los ideales progresistas. Que hay progreso gradual y también saltos de progreso. Que el paso de la nada a la energía, la materia, la vida, la inteligencia y el lenguaje son grandes saltos de una realidad que mejora. Que el progreso milenario (con titubeos, altibajos y hasta retrocesos) ha tenido rumbo (visto retrospectivamente), y debería tenerlo (prospectivamente), aunque es difícil definir un rumbo deseable, y más aún lograrlo.

No es verdad que todo tiempo pasado fue mejor. Ni que todo lo más reciente es mejor. Ni que el futuro será siempre mejor. Pero cabe desearlo, y trabajar porque así sea, con optimismo razonable».