Moronga, un envejecimiento marcado por la violencia y el desarraigo

 

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Ernesto Mejía / @netomejia08

21 años han pasado desde que el machacón monólogo de Edgardo Vega, el infame protagonista de El asco, irrumpiera como una soberana trompada en la escena literaria de El Salvador.

De aquella rabia, rastreable también en otras obras de la producción más temprana de Horacio Castellanos Moya, poco queda ya en Moronga (2018), su más reciente novela.

Transcurridas más de dos décadas, los nuevos personajes del literato salvadoreño aparecen definidos no solo por otras emociones y estados de ánimo, sino que enfrentados a contradicciones internas cada vez más complejas, lo que los vuelve, sin duda, más profundos y más interesantes.

«Es cierto, los personajes han envejecido. Y en la medida en que han envejecido, han perdido un poco de rabia y han ganado más pesimismo. Y en la medida en que han ganado más pesimismo y se han alejado, tienen mayores problemas de identidad, de pertenencia, de definición de sí mismos y una relación más conflictiva con el país. Sobre todo con su memoria del país», admite el novelista.

Así, los dos grandes protagonistas de Moronga, ambientada en 2010, en la ficticia ciudad universitaria de Merlow City, Wisconsin, Estados Unidos, son seres cruzados por profundas culpas y miedos; personajes desterrados, perseguidos por terribles recuerdos, que han huido o han sido expulsados de su país de origen pero que tampoco han logrado adaptarse a la nueva sociedad en la que han desembarcado ni a la ética calvinista que la rige.

Quizás no haya mejor manera de sintetizar esa inadaptación como cuando uno de los personajes de la novela exclama:

«.. a mis casi cincuenta años estaba íngrimo en un pueblo perdido del Medio Oeste, vaya miseria mía, como palmera enana en la estepa del norte…»

Enmarcado en esas descarnadas diferencias culturales, que inevitablemente hacen pensar en Max Weber, el primero en aparecer es José Zeledón, un exguerrillero salvadoreño que, desde hace aproximadamente una década, lleva una vida discreta en Estados Unidos, donde se ha amparado al estatus de protección temporal (TPS, por sus siglas en inglés).

Frío y reservado, Zeledón se muda de Texas a Merlow City, donde encuentra un trabajo como conductor de un autobús escolar y hasta donde lo persigue, como no podía ser de otra manera, la culpa derivada de las maldades cometidas durante la guerra civil; una culpa que trata de anestesiar por medio del silencio y un compulsivo consumo de series de televisión.

En esa ciudad, en la que pronto entrará en contacto con un antiguo compañero de armas, ligado ahora a un cartel mexicano de la droga, Zeledón coincidirá con otro salvadoreño, Erasmo Aragón, un periodista y profesor universitario, paranoico, dicharachero y medio charlatán que estudia los cables desclasificados de la CIA sobre el poeta Roque Dalton.

Echando mano de una depurada técnica donde sobresale el uso de un estilo ágil, cortante, telegráfico, incluso a ratos, para construir la voz de Zeledón; y el de uno febril, verboso y atropellado para la de Aragón, Castellanos Moya entreteje el inevitable cruce de esas dos existencias con el hilo de la violencia.

Por ello, la tercera ventana que cierra la estructura tríptica del libro se presenta bajo la forma de un expediente judicial, un documento que remite a El Salvador, claro, (tema querido como el que más por el novelista), pero también al Triángulo Norte de Centroamérica, devorado por las nuevas dinámicas de esa bestia ancestral: las pandillas, el narcotráfico, el sicariato.

Dice Castellanos Moya, retomando una idea de Octavio Paz, que el escritor necesita de una herida que le permita seguir escribiendo. En su caso, Esa herida que no ha cicatrizado, a lo largo de más de 20 años, ha sido El Salvador.

«Cuando acabe la violencia en El Salvador yo ya no voy a escribir más de eso. Pero la violencia es nuestra. La literatura no puede decir que el salvadoreño es como un sueco o un suizo. La literatura refleja el mundo del que sale. Pero tiene un pie en el suelo. Y eso es la realidad en la que estamos», refiere.

Pero Moronga es más que violencia y desarraigo; es también una crítica apenas velada contra la hipócrita moral estadounidense, el encuadramiento de la vida de sus ciudadanos y contra una vigilancia electrónica y tecnológica que se ha vuelto cada vez más intrusiva.

Todo empacado bajo el distintivo sello de la casa: la provocación. Piénsese sino en el título: Moronga, la morcilla para los hablantes de fuera de la región; una palabra polisémica, con obvias connotaciones sexuales, que, desde su literalidad (una salchicha de sangre de cerdo), alude también a los rasgos físicos de un personaje clave en el desarrollo de la historia y, por tanto, a su apodo, pero también a la cultura de sangre y violencia de los países del norte de Centroamérica.

Una mezcla de ingredientes que ayudan a Castellanos Moya a firmar, casi sin asomo de duda, una de sus mejores novelas hasta la fecha.