A veinte años del «Informe contra mí mismo», una esperanza

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Ernesto Mejía/@netomejia08

«La vida siempre tiene veinte años», dice en alguna parte de su «Informe contra mí mismo», el escritor cubano Eliseo Alberto. Lo dice acaso con ese tono de amarga melancolía con que se expresan los deseos que al fin y al cabo no pueden cumplirse. Lo dice mientras desgaja sus recuerdos de una Habana luminosa, en un tiempo, el de principios de los 70, en el que a pesar de las vicisitudes y del permanente estado de emergencia, la ciudad todavía parece alentada por los aires de una revolución fresca y esperanzadora.

Para Eliseo Alberto y los jóvenes de su generación a quienes el avance triunfante de los barbudos bajados de la Sierra Maestra les pilló siendo unos niños, La Habana era entonces un lugar, un proyecto posible. No tenían mucho pero les alcanzaba para ser felices: los parques del Vedado, las noches en la Cinemateca de 12 y 23, el ron Legendario y el vodka vietnamita, la playa de Santa María del Mar, el Coppelia, los conciertos de Silvio y Pablo en Casa de las Américas y, claro, los deberes con el Comité, el Sindicato, la Federación o la milicia universitaria.

Una vida simple pero justa, digna y accesible para todos como a la que le cantaba el también cubano Nicolás Guillén en su poema Tengo (Tengo, vamos a ver,/que ya aprendí a leer/a contar/tengo que ya aprendí a escribir/y a pensar/y a reír/Tengo que ya tengo/donde trabajar/y ganar/lo que me tengo que comer/Tengo, vamos a ver/tengo lo que tenía que tener).

La vida siempre tiene veinte años. Aunque no sea del todo cierto, algo queda de entonces: los recuerdos. Yo, en todo caso, recuerdo ahora difusamente que el libro de Eliseo Alberto llegó a mí en mis veintes, como un regalo del asesor editorial que por aquellos días de finales de los noventas tenía la revista de investigación en la que trabajaba.

Por la fecha que dejé marcada en su página de inicio (16  de noviembre de 1999) habrá sido un regalo de cumpleaños. A mediados de ese año, precisamente, movido por una simpatía adolescente por aquel régimen que me había hecho pensar que otro mundo más justo y humano era posible, había viajado a La Habana, para ver aunque fuera solo la superficie de ese país incómodo y rebelde al que su enemigo acérrimo, situado a tan solo 90 millas de distancia, no había podido doblegar en cuatro décadas.

Entonces (no sé ahora), a los periodistas extranjeros se les veía con cierto recelo. Y si, como decía Dalton, se tenía el agravante de ser salvadoreño, peor.  Motivos había. Dos años antes, una serie de atentados a centros turísticos, realizados por salvadoreños, habían sacudido la capital cubana; y, en 1998, la policía había capturado a uno de los autores de esas explosiones, un militar retirado de nombre Otto René Rodríguez Llerena. Cuando en migración dije mi oficio y nacionalidad, automáticamente me hice ganador de una exhaustiva requisa a mi equipaje y a un largo interrogatorio que por ratos me puso nervioso.

El hecho no empañó, claro, el fulgor de los días que siguieron. Ni de las noches, al menos de la zona del malecón, que por esas fechas de finales de julio se llenaba de música y carrozas en conmemoración del asalto al cuartel de Moncada. Si rememoro ahora viene a mí la imagen de una ciudad lánguida que soportaba los embates del tiempo y el abandono con altivo decoro. Veo a su gente amable, culta y solidaria plantando cara a las adversidades. A sus viejitos en los parques jugando dominó. A sus familias en los dinteles de las casas, pasando el bochorno del final de la tarde en animada plática. Los paladares, el vasito de ron, la cerveza en tarros de cartón, las Hatuey, las Bucanero, los Popular.

Pero también recuerdo, de las fugaces pláticas con esos mismos cubanos, las historias con la cartilla de racionamiento, su gesto incómodo cuando aunque fuera muy tímidamente los abordabas sobre la situación política y preferían por lo bajo cambiar de tema, su precaria situación laboral, sus penurias económicas.

No sé con qué intención me habrá regalado el «Informe» mi estimado asesor editorial. Por mínimas reglas de cortesía uno no pregunta la motivación de un regalo, aunque, admitámoslo, con los libros uno puede al menos pensarlo (¿Fue porque el significado de la obra lo marcó en algún sentido? ¿Porque el libro en cuestión le pareció una destacada pieza literaria digna de compartirse? ¿O porque era una lectura animada para un fin de semana?) Como dije, nunca se lo pregunté, y si lo hiciera ahora, puede que ni siquiera lo recuerde.

Quiero pensar en todo caso que lo hizo para que tuviera acceso a otras voces, a otras verdades más allá de las consignas que había escuchado de toda la vida, de los lugares comunes, de las canciones de Silvio, de la camisa del Che.  De cualquier modo, el sentido testimonio de Eliseo Alberto llegaría en un cruce de caminos en el que también me encontraría con «La vida en rojo», de Jorge Castañeda; con la desgarradora cinta de Julian Schnabel, «Antes que anochezca», que me llevaría a la no menos triste poesía de Reinaldo Arenas; en el que me toparía asimismo con algunas memorias de Huber Matos, donde relataba su oscuro paso por la cárcel y su juicio espurio; y aunque en un contexto y en un espacio diferente,  también con el «Adiós muchachos», de Sergio Ramírez.

La lista se engrosaría luego, con los años, con textos de Marx, Camus, Orwell, Gide, Trotski o Berlin que me harían pensar que la libertad política no es un derecho baladí; que si la libertad de una clase o de un grupo depende de la explotación y la miseria de un número importante de seres humanos se está ciertamente frente a un sistema injusto e inmoral, pero que suprimirla o reservarla para una sola persona o una casta en nombre de la igualdad es igualmente injusto e inmoral. Que el éxito de las revoluciones debía medirse por su capacidad emancipadora, por sus posibilidades de desbloquear  sociedades mejores, con la condición de que una vez nacidas estas no fueran bloqueadas de nuevo o raptadas por un césar.

La vida siempre tiene veinte años. No. Y aunque los recuerdos luminosos siempre queden, la vida también envejece. Nos envejece. Junto a las alegrías llegan también las tristezas. En algunos casos, dolores tan fuertes que marcan profundamente una existencia y no se van más.  Eliseo Alberto lo sabría bien, porque al fin y al cabo qué más es su «Informe» sino un sincero homenaje a  una herida abierta, a un país dividido y confrontado en dos orillas, a una utopía magnífica que acabó perdiéndose en la noche. Una noche, que para él, llegaría a finales de 1978, cuando siendo un teniente de reserva en La Habana, sus superiores le pedirían que elevara un informe contra su familia.

«Informe» era el nombre sobrio y burocrático que los servicios de Seguridad del Estado le daban al vulgar mecanismo de delación, por el que una persona, muchas veces coaccionada, acusaba, sin importar si tuviera sustento o no, a un familiar, a un vecino, a un amigo  del más mínimo pecado venial en contra de la Revolución: cualquier pensamiento liberal, bailar una rumba  de Celia Cruz, tener libros de autores prohibidos, por ejemplo.  El documento iba a algún archivo y en cualquier momento, en el momento en que el régimen lo considerara necesario, podía salir a flote. Por culpa de ellos muchos fueron condenados al exilio, al ostracismo, a la cárcel, a la muerte.

Arrinconado, Eliseo Alberto relata en su libro que no tuvo más opción que escribir y firmar el informe. Pero fue al ver alzarse esa inmensa telaraña de miedo, culpa y desconfianza cuando decidió salir de Cuba , en un viaje que lo llevaría finalmente a México, donde desarrollaría buena parte de su carrera de escritor y donde fallecería en 2011 sin haber tenido nunca más la posibilidad de volver a la isla.

Es siguiendo los hilos de esa telaraña, en los que se enredarían y desaparecerían tantos de sus contemporáneos y amigos, que el escritor con una voz firme pero sin revanchismos ajusta cuentas. Con el castrismo, por supuesto, pero también con Estados Unidos.

«El gobierno revolucionario manipuló los errores de ambas partes para edificar castillos en el aire sobre las ruinas de una nación entregada a un proyecto que prometía la conquista de un régimen de justicia social inalterable. El gobierno de Estados Unidos también hizo trampa y hoy es corresponsable de lo sucedido en mi país por una sencilla razón: no se puede luchar por alguien que uno jamás ha querido. Y ellos jamás nos quisieron: nos desearon y nos desean. Lo sabíamos. Y lo sabemos. El antiimperialismo, por tanto, no es un sentimiento injustificado, sino la natural reacción del ofendido ante el ofensor».

El recuento doloroso de aquellos años, que hace que Eliseo Alberto redacte este segundo informe, ya no contra los suyos, sino contra él mismo, como una forma de reivindicar su derecho a ser condenado por lo que piensa y no por lo que otros han dicho de él, lo mueve también a apuntar que lo que está en juego, después de tanto tiempo, no es el proyecto de un hombre o un grupo de hombres, sino algo superior: la patria de todos los cubanos. En consonancia —y es quizás ahí donde radica la grandeza de su texto — convoca a una «paz necesaria» que permita al fin unir a esas dos orillas confrontadas ideológicamente bajo un mismo cielo compartido.

«Informe contra mí mismo» se publicó por primera vez en 1996, cuando Fidel Castro sumaba 37 años en el poder. Hoy 20 años después, con su muerte, uno quisiera creer, acaso ingenuamente, que los sueños de reunificación de Eliseo Alberto, de ese revolucionario fuera de la Revolución, son posibles. Que las luces de esa República de las Letras y de las Artes que han ayudado a construir tantos y tantos ilustres cubanos de adentro y de afuera de la isla, en estos años aciagos, son capaces de iluminar el camino de la cordura y la reconciliación.

Para que, en el futuro, al ser recitados aquellos versos de José Martí , «Dos patrias tengo yo, Cuba y la noche» no resuenen con la misma tristeza desesperanzadora con la que todavía suenan hoy en la boca de muchos cubanos.