Derecha e izquierda, esos escurridizos términos

Ernesto Mejía / @netomejia08

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Foto de http://www.casadellibro.com

Cuando Norberto Bobbio publicó su ya clásico «Derecha e izquierda», el muro de Berlín no tenía ni siquiera cinco años de haber caído, pero de entre sus escombros  había ido extendiéndose una creencia que pregonaba la crisis de las ideologías y que sostenía que ambos términos, utilizados desde la Revolución francesa para designar a los polos del espectro político, carecían ya de significado.

Y sin embargo, como recordaba el filósofo y politólogo en la introducción a la primera edición de su libro, al momento justo de escribirlo, dos alineaciones de su natal Italia (el Polo de las Libertades y la Alianza de los Progresistas) se aprestaban a disputar el gobierno del país, paradoja de paradojas, arropados cada uno bajo la bandera de la derecha y la izquierda respectivamente.

Su intención a lo largo de su obra sería pues demostrar que, a pesar de la aparente desafección política de la época, que tendía a desdibujar los contornos de ambos términos, a fundirlos en una mezcla indistinta o incluso a darlos por superados, estos no solo no eran cajas vacías sino que conservaban aún su relación antitética. A tal punto que las personas continuaban usándolos y comprendiéndolos perfectamente.

Para él, el criterio que mejor definía a derecha e izquierda era la menor o mayor disposición  que estas mostraban hacia la igualdad de los seres humanos. En ese sentido, sostenía Bobbio, mientras la izquierda  anhela una reducción de las desigualdades, a las que considera productos sociales, la derecha está más dispuesta a tolerarlas, viendo en ellas un proceso natural  o el peso de las costumbres, de la tradición.

El filósofo advertía que la moderación o el radicalismo de cada uno de esos polos dependía, en cambio, de la actitud que estos adoptaran con respecto a otro criterio clave: la libertad.

Usando esa doble dualidad (igualdad/desigualdad – libertad/autoritarismo) Bobbio esquematizaría el espectro político en cuatro partes: la extrema izquierda, caracterizada por ser a la vez igualitaria y autoritaria; el centro izquierda, igualitario y libertario; el centro derecha, libertario y no igualitario; y la extrema derecha, totalmente antiigualitaria y antilibertaria.

Ahora bien, los más de 20 años transcurridos desde la primera edición de su libro, y los incesantes cambios en los que ha estado inmerso el mundo desde entonces, un período en el que se ha escuchado frecuentemente y de nuevo la acusación de la «derechización de las izquierdas», ha hecho que muchos autores hayan vuelto sobre el debate, haciendo que las grandes preguntas que lo encendieron no hayan dejado de estar sobre la mesa:  ¿Existe todavía una diferencia entre derecha e izquierda? ¿Siguen teniendo algún sentido dichos conceptos en el mundo de hoy? ¿Cuáles son sus significados?

Convencida acaso de la vigencia de los postulados de Bobbio, la editorial Taurus reeditaría, en 2014, su libro en ocasión del vigésimo aniversario de su primera publicación y otras  obras  vendrían en esos dos decenios a abonar en el intercambio.

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Foto de http://www.casadellibro.com

 

Una de las más recientes sea quizás «El monstruo amable. ¿El mundo se vuelve de derechas?», del lingüista italiano y especialista en filosofía del lenguaje, Raffaele Simone, aparecida en 2008 (traducción al español en 2012).

Si el primero de estos dos libros vio la luz, apenas unos cuantos años después del derrumbe del bloque soviético y de los socialismos reales, lo que supuso para gran parte de la izquierda el resquebrajamiento de la ilusión de oponer una alternativa al sistema capitalista, el segundo lo haría en un momento no menos simbólico: en medio de la primera gran crisis financiera y económica del siglo XXI, un quiebre que pondría en entredicho las afamadas virtudes del capitalismo anunciadas con bombo y platillo por la derecha desde la caída del comunismo.

Pero si como ya se ha dicho, Bobbio adjudicaba todavía significados concretos a ambos términos, Simone apuntaría más bien a una desintegración de esa díada. Su juicio es particularmente severo con la izquierda a la que, según él, la serie de sus errores históricos, su alejamiento de los obreros, la transformación de sus votantes, pero sobre todo la carencia de ideas y proyectos viables, así como  su clamorosa incapacidad de advertir los gigantescos cambios del capitalismo en el último cuarto de siglo, la han dejado desorientada, sin rumbo, gestionando ideas tradicionalmente asociadas a la derecha, y en última instancia prácticamente vaciada de contenido.

Frente a ella, Simone advierte, en cambio, a una derecha transfigurada que aunque mantiene algunos rasgos históricos, constituye una mezcla de ingredientes totalmente nueva. A falta de un término que pueda denominarla con cierta precisión, la llama Neoderecha.  Esta es obviamente capitalista, pero de un capitalismo más financiero que industrial, es ultraglobalizada, altamente centrada en el consumo y tecnológica.

Como el poder financiero transnacional del que es expresión está fuera del alcance de cualquier control político o sindical, no es extraño que dicte leyes a los gobiernos, los cuales o están constituidos por agentes políticos suyos o se ven sobrepasados por la capacidad de ese oponente intangible.

Aunque sus efectos planetarios son perjudiciales en múltiples niveles, Simone afirma que la clave de su éxito  ha consistido en haberse construido, por la vía de la publicidad, el mercadeo y los medios, una apariencia joven, festiva, moderna y vital que nos asalta en cada esquina con la promesa de la felicidad y el bienestar ilimitado.

Ese es el monstruo amable de su título; una bestia cuyo magnetismo es tal que ha logrado equiparar en la conciencia de nuestra época la opulencia del consumo con el progreso y el bienestar.

Si a ese panorama de apariencia vital y festivo se le contrapone la trabajosa disciplina que implica para cualquier persona situarse a la izquierda del espectro político, algo que exige una coherencia entre discurso y hechos, una cierta renuncia y negación, una moderación en el consumo y la creencia en la solidaridad como factor de cohesión, elementos que la hacen ver hoy vieja, cansada y polvorienta, la bancarrota de esta parece total.

Por eso, Simone, echando mano de términos económicos tan en boga en estos días, prefigura un escenario no muy lejano de «merging and aquisition», es decir una operación donde un grupo más fuerte (la derecha, en este caso, o la neoderecha) adquiere y disuelve a uno más débil (la izquierda).

«En las estructuras ‘incluyentes de las que se empiezan a ver las vanguardias, será la derecha la que englobe a la izquierda y no viceversa. ‘Más allá de la izquierda y la derecha’ encontraremos un contenedor de Neoderecha con un vago olor a izquierdas dentro, emanado por los pocos restos que hayan sobrevivido mientras tanto… Una parte de las izquierdas (empezando por sus dirigentes) está impregnada de ese aroma (de fusión) desde hace tiempo y de forma decidida, como se ve por sus posicionamientos y conductas, por sus usos y costumbres, e incluso por sus gustos y consumos personales».

Por sugerente que sea su análisis (o sombrío, en función de quién lo mire), su resultado final parece improbable. De acuerdo con Bobbio, la existencia de un binomio de términos antitéticos como el que nos ocupa presupone la indisociabilidad de los mismos. Dicho de otra forma: existe una derecha en cuanto existe una izquierda, y existe una izquierda en cuanto existe una derecha.

Y eso independientemente de la fuerza que cualquiera de las dos llegue a adquirir en un determinado punto histórico.

«Predominio no significa exclusión del otro. Tanto el caso del predominio de la derecha sobre la izquierda como en el caso contrario, las dos partes siguen existiendo simultáneamente y extrayendo cada una su propia razón de ser de la existencia de la otra, incluso cuando una asciende más alto en la escena política y la otra baja», refiere el autor.

Puede que Simone acierte al señalar que la batalla cultural de nuestro tiempo sea un duelo en el que la izquierda ha sido ampliamente superada y que sus desafíos sean por tanto inmensos.  Y puede que el análisis de Bobbio resulte hoy demasiado esquemático. Pero un sistema que conserva y acentúa muchos de los problemas por los que la izquierda nació y a los que pretendía darles respuesta (desigualdad, dominación, explotación, falta de bienestar de una mayoría) verá por fuerza a sus ideales mantenérsele en oposición.

Como señalaba Bobbio, en febrero de 1998, en un artículo aparecido en la revista Reset, en el que confrontaba las tesis de Francis Fukuyama (otro pregonero de catástrofes o portador de buenas nuevas, dependiendo de nuevo de por dónde se vea):

«¿Es cierto que la izquierda hace lo mismo que la derecha porque, tras haber alcanzado el ‘final de la historia’, la meta que han propuesto siempre los movimientos de izquierda no solo ha demostrado ser inalcanzable sino también ruinosa para el progreso humano? Estoy cada vez más convencido, y creo que lo he dado a entender, que no solo esto no es cierto, sino que en la carrera desenfrenada e incontrolada hacia una sociedad globalizada de mercado, destinada a crear siempre más desigualdades, estos ideales están más vivos que nunca».

Alzar de nuevo la bandera de Voltaire

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Voltaire. Ilustración tomada de http://descubrenombres.com/

Ernesto Mejía / @netomejia08

En diciembre de 1763, Voltaire terminó de escribir el «Tratado sobre la tolerancia», una obra en la que el filósofo francés había comenzado a trabajar más de un año antes, luego de conocer e investigar el caso del arresto y posterior ejecución de Jean Calas.

Este, un comerciante protestante de Toulouse, había sido apresado en la noche del 13 de octubre de 1761, a instancia de sus vecinos católicos que lo acusaban de haber estrangulado a su propio hijo, Marc-Antoine.

A decir de los acusadores, Calas había cometido el crimen para evitar que su hijo siguiera los pasos de uno de sus hermanos que había abjurado de la religión familiar y había abrazado el catolicismo.

Francia  vivía por entonces de nuevo una tensa relación entre sus comunidades religiosas, alimentada desde 1685 por la revocación del edicto de Nantes.

Dicho documento, firmado 87 años antes por Enrique IV, había puesto fin a las guerras de religión que habían asolado al reino en el siglo XVI y había permitido la libertad de conciencia y de culto para los protestantes en determinadas áreas del territorio.

Su revocación, por parte de Luis XIV, y la reinstauración, a partir del segundo decenio del siglo XVIII, de las antiguas ordenanzas contra los protestantes, que castigaban con penas de muerte  o cárcel a perpetuidad a aquellos que fueran atrapados in fraganti celebrando sus ritos, había lanzado al exilio a miles de calvinistas y había reavivado los abusos, haciendo que muchos de los que habían decidido quedarse,  optaran, en el mejor de los casos, por seguir profesando la religión reformada a escondidas.

En ese contexto no es extraño que, aunque no se encontraran pruebas en su contra, el acusado,  luego de haber sido torturado, fuera condenado a la pena capital por ocho de los 13 jueces del parlamento de Toulouse.  Un destino que, según las autoridades, debía ser compartido por su esposa y otro de sus hijos presentes en la noche de la muerte del joven Calas.

El 10 de marzo de 1762, el comerciante sería torturado en la rueda, luego estrangulado y, una vez muerto, su cadáver sería quemado en la hoguera.

Dado que a pesar de la rudeza de su tormento, Calas se había negado una y otra vez a confesar la autoría de la muerte de su hijo, los jueces intuyendo acaso por primera vez su inocencia, habían dejado finalmente sin efecto la sentencia de muerte sobre el resto de familiares.

Tomando como punto de partida ese caso, Voltaire convertiría su «Tratado» en uno de los textos más lúcidos en contra del dogmatismo en general y del fanatismo religioso, apelando por el contrario a la razón, la educación y a la filosofía como medios para neutralizarlos.

A través de una obra, copiosa en referencias históricas, bibliográficas y bíblicas,  el filósofo francés desmontaría la idea de que la intolerancia fuera un derecho.

«El gran principio, el principio universal de uno y otro (el derecho natural y el derecho humano) es, en toda la tierra: ‘No hagas lo que no querrías que te hiciesen’. No se entiende cómo siguiendo ese principio, un hombre podría decir a otro: ‘Cree lo que yo creo y no lo que tú puedes creer, o perecerás’ (…) El derecho a la intolerancia es, por tanto, absurdo y bárbaro; es el derecho de los tigres, y es mucho más horrible, porque los tigres desgarran para comer, y nosotros nos hemos exterminado por unos párrafos», exclama.

El alegato de su obra y el de toda la campaña previa a su publicación, en la que Voltaire había tratado de movilizar a la opinión pública a su favor, serían tan potentes que, en 1765, lograría que el reino rehabilitara la memoria de Jean Calas y que la familia recibiera indemnizaciones e intereses, así como la devolución de todos sus bienes requisados.

Sin embargo, el autor no lograría ver concretado su objetivo último de alcanzar la tolerancia religiosa en Francia. Tendrían que pasar nueve años después de su muerte para que Luis XVI decretara, en 1787, un edicto de tolerancia para los súbditos no pertenecientes al catolicismo, y dos años más para que la Revolución Francesa, por medio de la Declaración de los derechos del Hombre, desterrara para siempre de las leyes la exclusión por motivos religiosos y estableciera la libertad de conciencia y de expresión.

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Foto tomada de http://www.casadellibro.com/

Esa voluntad deliberada de no solo comprender el mundo sino de transformarlo y enmendarlo, depurándolo de todas sus injusticias —muy anterior al llamado similar de Marx— haría de Voltaire, a juicio del filósofo Fernando Savater, el primer intelectual moderno.

De acuerdo con este último autor, en el afán de que el poder de su filosofía se trasladara de los libros a las calles, el francés reuniría conscientemente por primera vez una serie de cualidades que nadie había logrado juntar antes; a saber: una visión de la historia en la que es posible intervenir para combatir los males y el oscurantismo; una fe en la razón; una disciplina en la que busca constantemente enrolar a sus hermanos filósofos; un instrumento de combate sintetizado en su estilo claro, divertido y breve; y un público con el cual dialogar.

Apelando a la necesidad de adoptar de nuevo ese talante, intelectual y combativo, ante una era en que los fanatismos teocráticos o ideológicos, el terrorismo religioso y las amenazas a las libertades parecen ganar terreno de nueva cuenta en el mundo, Savater publicaría el año pasado, luego de los atentados contra la revista Charlie Hebdo, su libro «Voltaire contra los fanáticos»

Su obra, una mezcla de artículos escritos hace algunos años y de otros más recientes en ocasión de los atentados, así como de una selección de opiniones y citas del filósofo francés,  constituye una forma justa aunque somera de recuperar y acercar al gran público una parte del vasto pensamiento volteriano.

Es, como dice el autor, «a la vez un homenaje y un arma de combate contra el fanatismo terrorista actual».

Y una manera, claro, de recordar la gran premisa del filósofo del siglo de las Luces:

«Es preciso que los hombres empiecen por no ser fanáticos para merecer la tolerancia».

En un tiempo en que los dogmatismos continúan no solo apareciendo sino, como afirma Savater, reclamando su derecho a existir, la obra de Voltaire nos da una idea de cómo combatirlos. Por eso las banderas de su pensamiento continúan estando hoy, más de 200 años después, tan vigentes.

Cuatro temas que unen a Trump con el romanticismo alemán (o no)  

 

 

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Francois Gérard, La batalla de Austerlitz. Tomada de http://www.reprodart.com

Ernesto Mejía / @netomejia08

En los últimos meses, la figura de Donald Trump pasó  de ser la de un excéntrico multimillonario asociado a proyectos inmobiliarios a la de un contendiente con las más serias posibilidades de convertirse en el candidato presidencial del  partido Republicano de Estados Unidos.

Su perturbadora retórica, cargada de una alta dosis de chovinismo y de velado o  abierto racismo, ha hecho que las comparaciones entre él y Hitler se multiplicaran por todo el mundo. Los paralelos claro no han sido gratuitos, por la sencilla razón de que Trump, al igual que en su momento lo hiciera el nacido en Braunau am Inn (en la actual Austria),  explota en buena parte de sus intervenciones las peligrosas ideas del nacionalismo, una ideología que hizo su primera aparición, al menos en Occidente, en el siglo XIX, en los territorios de la hoy Alemania, y cuyas raíces se hunden en el romanticismo de ese país.

Este último, un movimiento filosófico- literario, surgido a finales del siglo XVIII, que terminaría extendiéndose a todas las artes, sería en su esencia una reacción a la Ilustración francesa , a las posteriores invasiones napoleónicas que propagarían sus ideas por toda Europa y una consecuencia de la histórica rivalidad franco-germana.

Valga este ejercicio para señalar cómo algunas de las banderas que el precandidato estadounidense agita hoy con rabia se encontraban ya de una u otra forma en algunos de los primeros postulados de una vanguardia artística que dejaría una profunda huella en el mundo occidental.

 

 

1) El odio xenófobo

El primer eje temático en el que parecen alinearse las ideas de Trump y las de los pensadores alemanes del siglo XIX es en su odio a todo lo que huela a foráneo.

Desde que anunció su intención de correr por la candidatura del partido Republicano, en junio de 2015, Donald Trump dio algunas muestras de ello. Su foco desde entonces ha estado principalmente sobre los inmigrantes provenientes del vecino del sur («México está enviando a gente con un montón de problemas (…) están trayendo drogas, el crimen, a los violadores»).

Sin embargo, el empresario ha reservado apreciaciones parecidas para los refugiados sirios, a quienes ha vinculado con el Estado Islámico y con los ataques terroristas de París, y para los «trabajadores extranjeros» en general,  a los que ha acusado de contribuir con el desempleo y de embolsarse salarios que podrían ser para estadounidenses. En la retórica de Trump, su país se ha convertido en «el basurero de los problemas de todos los demás».  En concordancia con esa visión, su idea es deportar a todo aquel inmigrante indocumentado.

Bajo una eventual presidencia suya, el país solo aceptaría, aparentemente, a extranjeros que estudien en el territorio estadounidense, pero a condición de que cumplan estrictas medidas migratorias.

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Ernst Moritz Arndt. Tomado de http://www.ksta.de/

 

Los románticos alemanes tenían de igual manera una visión negativa de los extranjeros y particularmente del invasor francés. A ese respecto, baste recordar las palabras del poeta Ernst Moritz Arndt, que citado por Rudolf Rocker en «Nacionalismo y cultura», decía: «Odio a los extranjeros, odio a los franceses, a su arrogancia, a su vanidad, a su ridiculez, a su idioma, a sus costumbres; sí, odio ardiente a todo lo que venga de ellos; eso es lo que debe unir fraternal y firmemente todo lo alemán y la valentía alemana, la libertad alemana, la cultura alemana, el honor y la justicia alemanes, deben flotar sobre todo y adquirir de nuevo la vieja dignidad y gloria con que nuestros padres irradiaron ante la mayoría de los pueblos de la tierra».

 

2) La importancia de la frontera

Trump ha insistido una y otra vez en la necesidad de cerrar la frontera sur de Estados Unidos con un muro. Una división que, según él, México está obligado a financiar ya que durante años su país ha destinado miles de millones de dólares a servicios de salud, vivienda, educación y seguridad social para migrantes que ni siquiera están legalmente en suelo estadounidense. De negarse a pagar por la obra, Trump ha propuesto, entre otras cosas, que se decomisen las remesas enviadas por la población mexicana a sus familiares; que se eleven los costos de las visas temporales y las visas para trabajadores mexicanos; que se aumenten las tarifas para el otorgamiento de tarjetas de cruce en los pasos fronterizos; y que se recorte la ayuda al país que se extiende al sur del río Bravo (o Grande, como deseen llamarle). En una de sus más recientes intervenciones sobre el tema, el precandidato sugirió incluso que podría desatar una guerra si México no accede a pagar el muro.  «No somos un país, si no tenemos fronteras», ha sido otro de sus lemas.

 

Aunque los románticos alemanes no pensaron, obviamente, nunca en construir un muro en su frontera occidental con Francia, muchos de ellos sí concibieron al Rin y a los territorios situados en su ribera izquierda, como una demarcación que debía de defenderse con la vida si fuera preciso para evitar con ello el paso del enemigo. La referida ribera había estado en disputa desde  al menos el siglo XVII, puesto que Luis XIV la consideraba parte de su reino. Cuando en 1840, Adolphe Tiers, el primer ministro francés volvió a abordar por enésima vez el tema, reivindicando para su país el margen occidental, del lado germánico, temiendo una nueva anexión como la sucedida bajo Napoleón en 1806, se elevaron los más virulentos discursos llamando a defenderlo.

Quizás ilustre mejor esa atmósfera el poema «Rheinlied» (La canción del Rin), de Nikolaus Becker que además de los versos en los que destaca la belleza del río, llama una y otra vez a no cederlo al enemigo: «No lo tendrán/ al libre Rin alemán/aunque lo exijan a gritos/ como ávidos cuervos…No lo tendrán/ al libre Rin alemán/hasta que sus aguas no haya cubierto/ los huesos del último hombre».

Luego de la «Rheinlied», numerosas canciones o himnos dedicados a la corriente fluvial se sucederían uno tras otro, siendo quizás «La guardia del Rin», la más famosa. Esta composición amplifica aún más el estilo guerrerista de su predecesor («Mientras una gota de sangre aún brille/mientras un puño pueda empuñar una espada/y un hombro pueda sostener un rifle/ ningún enemigo entrará en tu orilla»).

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La guardia del Rin, Lorenz Clasen. Foto de http://www.de.wikipedia.org/

 

3) El lazo del idioma

El uso del idioma «propio» ha sido otro de los elementos a los que el precandidato ha echado mano para reafirmar el sentimiento nacional.

Luego de que, en septiembre pasado, el entonces también precandidato, Jeb Bush, respondiera en español a unos periodistas que lo habían abordado en Florida, Trump aprovechó el momento y le pidió que «diera el ejemplo» y hablara en inglés mientras estuviera en Estados Unidos. Un par de días después, volvería a hacerle la misma petición en pleno debate republicano: «Tenemos un país donde hay que hablar inglés para integrarse. Necesitamos integración en este país, no soy el primero que dice esto en la historia»

 

Más de 200 años atrás, en 1808, el filósofo Johann Gottlieb Fichte había puesto esa misma importancia trascendental en el idioma, llegándolo a incluir en sus «Discursos a la nación alemana», como una de las «fronteras interiores», es decir aquellas que más allá de las estatales, separan orgánicamente lo propio de lo ajeno.

«Las primeras, originarias, y realmente naturales fronteras de los estados son indudablemente las fronteras internas. Aquellos que hablan el mismo idioma son unidos entre sí por una multitud de lazos invisibles por la misma naturaleza, mucho antes de la aparición de cualquier arte humano; se entienden entre ellos y tienen el poder de continuar hacerse entendidos cada vez con más claridad; pertenecen juntos y son por su misma naturaleza un todo único e inseparable».

Y qué decir de nuevo de Arndt, que en su poema  «Cuál es la patria alemana» se despacha de la siguiente manera: «¿Cuál es la patria del alemán? ¿Es el país de Prusia, de Suabia o del Rin, donde maduran las uvas, o el de Belt, donde revolotean las pintadas aves? ¡Oh, no, no. Su patria debe ser más grande! ¿Será el país de Pomerania, el de Westfalia, aquel en cuyas costas se alzan torbellinos de arena, o por donde pasa mugiendo el poderoso Danubio? ¿Será la Baviera, el país de Estiria, aquel en donde pacen los numerosos rebaños de los Marsos, o en donde el habitante de la Marche, halla inmensos veneros de ricos metales? ¡Oh, no, no; su patria es más extensa! (…) ¡Nombrad, pues, esa gran patria! Escuchad: es todo el país en donde retumba la lengua alemana, en cuyo lenguaje, los cantos celebran al Dios que está en los cielos. ¡Esforzado alemán, esta es tu patria, esta es la que merece tan dulce nombre! »

 

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Germania, Philipp Veitt. Tomada de http://www.elmati.cat

4) La grandeza de la nación

En este punto no hay mucho que decir sobre la visión de Trump. Basta con recordar que su eslogan de campaña, basado en la pretendida «excepcionalidad» estadounidense, es «Volver a hacer grande a América», entendida América en el sentido gringo, claro. Un pensamiento que denota no solo la supuesta superioridad moral, social, económica, etc. de la nación, sino su llamado a cumplir una misión especial en el mundo.

La misma idea, solo que aplicada a Alemania y más que todo a una dimensión cultural, vibraba ya en el siglo XVII en la pluma del escritor Friedrich Schiller, uno de los precursores del romanticismo germano.  En un poema titulado «Grandeza alemana», escrito en 1801 y descubierto después de su muerte, Schiller afirmaba: «El alemán tiene intimidad con el espíritu del universo. Para él está destinado lo más elevado… Él es el escogido por el espíritu del mundo, durante la lucha del tiempo para trabajar en la eterna construcción de la formación humana».

 

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Germania, Friedrich August von Kaulbach. Tomada de http://www.jmberlin.de/

Ahora bien, aunque parezca haber una coincidencia discursiva en estos temas entre el movimiento romántico y el precandidato presidencial, sería ingenuo equiparar unos a otros automáticamente.

Como se apuntó al principio, las visiones del romanticismo germánico surgen bajo condiciones bien concretas y se ven exaltadas por la invasión de un ejército imperial. El movimiento es, en pocas palabras, una reacción a la Ilustración francesa a la que sus exponentes consideraban un absolutismo que privilegiaba la razón, al tiempo que obviaba  todo lo que esta no podía abarcar. De esa forma, afirmaban, relegaba a un segundo plano el arte, la literatura, los sentimientos, las pasiones o la imaginación como medios para aprehender el conocimiento.

Ante eso y ante la voluntad universalista, cosmopolita y uniformadora del racionalismo ilustrado, expandida por las tropas napoleónicas, es que se rebelan los pensadores románticos. Como oposición a lo primero plantean la idea de aspirar a lo Absoluto, a lo Eterno, al Universo, en una búsqueda sin fin en la que se pretende conciliar las múltiples facetas humanas que han sido desterradas por la Ilustración. Frente a lo segundo postulan  una vuelta a las raíces, a la lengua, a la cultura y a las tradiciones de la nación; es decir una penetración y un descubrimiento  del «Volkgeist» (el famoso «espíritu del pueblo» de Johann Gottfried Herder); ese conjunto de costumbres, esa forma de vida y de percibir que le son propias  a cada nación.

En su etapa temprana, el nacionalismo romántico no es ni siquiera agresivo. De cara a la avasalladora presencia de los invasores franceses, la exaltación nacional sirve esencialmente para exigir la libertad, la unificación de los pueblos germanos, la autodeterminación cultural e iguales derechos para todas las naciones. Adelantado a su época, Herder sueña, incluso, con una pluralidad de culturas nacionales que puedan cohabitar pacíficamente.

En su fase más tardía, con la unificación ya concretada,  este derrapa sí hacia un estadio más virulento donde se procede a proclamar jerarquías de naciones, en las que Alemania tiene, por supuesto, una supremacía.

Aunque trazar una línea directa del romanticismo al nazismo sería simplista, es cierto que algunos de sus rasgos: su metafísica,  su arraigo a los orígenes,  su emotividad  e irracionalidad, en conjunción con otros factores (darwinismo social, teorías de raza, ocultismo, mitología, exaltación de la técnica) pervivirían en él y permitirían la locura criminal del Tercer Reich.

Así, a la vuelta de apenas un poco más de un siglo, el sueño de alcanzar el ideal romántico de conciliar todas las facetas humanas a la vez que se reafirmaban las particularidades nacionales se convertiría en una pesadilla cuando caería preso del radicalismo político.

Es en esa última posición donde se ubica Trump y tantos otros líderes nacionalistas. El precandidato acude a remover las fibras nacionales, no para estructurar una emancipación esencialmente cultural como la deseada por los primeros románticos, sino para montar un proyecto político que permita erigirlo en el dirigente capaz de acometer  una soñada restauración de la patria.

Ante el descontento de amplios sectores por la situación económica o el declive del papel de Estados Unidos en el escenario internacional, Trump recurre a la imagen de un pasado glorioso y de una nación homogénea (da igual si esto tiene unas bases históricas o sea una ficción) para prometer exactamente lo mismo en el futuro.

Como todo buen nacionalista radical recurre a la victimización y construye a un enemigo externo o interno, causante de los agravios, al que lo más puro de la nación debe de combatir.

Es ese radicalismo atávico, que creíamos a lo mejor ingenuamente desterrado después de las dos guerras mundiales, en el que se monta Trump y que está en ascenso de nueva cuenta en muchas partes de Europa.

Y sus consecuencias, como bien lo atestigua la historia, son catastróficas. Aunque Estados Unidos no sea la endeble y decadente República de Weimar, de Trump, lo único que se puede esperar es que no gane ni la candidatura ni por supuesto la presidencia del país.

Porque como lo recordaba Mario Vargas Llosa, en su ensayo «La amenaza de los nacionalismos»:

«A pesar de la vocación pacífica de la mayoría de los nacionalistas, en esta ideología, en su concepción del hombre, de la sociedad y de la historia, anida una semilla de violencia, que germina sin remedio cuando se vuelve acción de gobierno».

La ilusión del progreso técnico

Ernesto Mejía / @netomejia08

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Si en 1945, con el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, el mundo asistió horrorizado a las consecuencias del uso militar de la energía nuclear, en abril de 1986, con el accidente de la central eléctrica de Chernóbil, la humanidad despertó abruptamente de la ilusión civil y pacífica en la que creía haber confinado a dicho espíritu.

En el breve lapso que separa unos eventos de otro, una expandida creencia, teñida de una ciega fe en el progreso, había pretendido que la simple reorientación de esa fuerza hacia aplicaciones no bélicas, sería suficiente para que esta nos entregara, a cambio, todo lo mejor de sus beneficios.

Así, se suponía, que el empleo de esas reacciones atómicas en espacios civiles altamente controlados, nos abriría un mundo de posibilidades energéticas. En pocas palabras: electricidad constante y limpia a precios competitivos que reduciría la dependencia de los combustibles fósiles.

Pero si el accidente de la central estadounidense Three Mile Island, en 1979, había encendido ya una luz de alarma sobre la contundencia de esos supuestos, el ocurrido en la ex Unión Soviética resquebrajaría en buena parte de la opinión pública la confianza en la seguridad de dicha tecnología, independientemente de las buenas intenciones con las que fuera utilizada.

Aunque el debate sobre la pertinencia de esas centrales ha continuado, reavivado en 2011 con el desastre de Fukushima, la posibilidad de que el mundo abandone la energía nuclear parece lejana. Con todo y que la euforia de las tres primeras décadas haya dado paso  en los años siguientes a una cierta moderación. Según el Organismo Internacional de la Energía Atómica, el número de reactores en operación a escala global pasó de 1 a 389, en tan solo el período comprendido entre 1954 y 1986. Desde entonces, entre nuevas construcciones y aquellos que han sido apagados, el número ha rondado los 440.

En su ensayo «Reflexiones sobre la ambivalencia del progreso técnico», aparecido en 1965, el sociólogo y filósofo francés, Jacques Ellul, discurría precisamente sobre la simpleza en la que se podía caer al tratar de dividir los aspectos «buenos» y «malos» del desarrollo técnico.

Ellul concluía, entre otras cosas, no solo que todo progreso de ese tipo está compuesto irremediablemente tanto de elementos  positivos como negativos, cuya disociación es imposible, sino que este conlleva una gran cantidad de efectos imprevisibles.

Aun más, para el sociólogo, el conjunto de todas las técnicas a escala global, que él eleva a categoría de «sistema», modifica y condiciona al ser humano de tal forma que las elecciones sobre sus usos no dependen ya únicamente de él, puesto que ese sistema es una esfera autónoma regida por sus propias dinámicas y reglas donde se imponen criterios como la «mayor eficiencia posible» o la «necesidad».

«En el conjunto del fenómeno técnico (…) dejamos de ser independientes, no somos un sujeto entre objetos sobre los cuales podríamos tener una influencia autónoma y frente a los cuales podríamos libremente decidir nuestra conducta; estamos implicados muy estrechamente en este universo técnico y condicionados por él. (…) Lo que hay es que estamos situados en un universo ambiguo en el cual cada progreso técnico acentúa la complejidad de la mezcla de elementos positivos y negativos. A más progreso de la técnica, más inextricable deviene la relación del ‘buen’ y del ‘mal’ uso, y más imposible es la elección, y menos podemos pues escapar a los efectos ambivalentes del sistema».

A despecho de que «Voces de Chernóbil», uno de los tres únicos libros de Svetlana Alexievich, premio Nobel de Literatura 2015, que hasta el momento han sido traducidos al español, refiera al contexto específico de la era soviética, sus páginas son también un recordatorio de esa ambivalencia, de esa imprevisibilidad del progreso técnico.

«El átomo militar era Hiroshima y Nagasaki; en cambio, el átomo para la paz era una bombilla eléctrica en cada hogar. Nadie podía imaginar aún que ambos, el de uso militar y el de uso pacífico, eran hermanos gemelos. Eran socios», exclama en una parte de su obra.

La confianza en una sola de esas caras, se creía entonces, empujaba hacia el futuro. Prípiat, para el caso, la ciudad que albergaría a la hoy tristemente célebre planta nuclear, había nacido de la nada en 1970. Enclavada en la actual Ucrania, a unos 16 kilómetros de la frontera con  Bielorrusia, la urbe sería la residencia inicial de los trabajadores que comenzarían a edificar, un año después, la central, llamada oficialmente Vladimir Ilich Lenin; un portento de la ciencia y la ingeniería que comenzaría sus operaciones en 1977 y que la Unión Soviética buscaría exhibir como parte de su prestigio en el mundo.

 

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Foto tomada de http://www.blog.kievukraine.info

Tal y como la central, que pretendía ser un reflejo del poderío comunista, Prípiat aspiraría también a convertirse en un modelo de la arquitectura y el urbanismo soviético.

Sus amplias avenidas, sus parques y jardines, los establecimientos de salud, las escuelas de formación profesional y técnica, así como su oferta cultural harían que se ganara pronto el mote de «ciudad del futuro» y que su población comenzara a crecer de forma importante. Para el momento del accidente, al cabo de solo 16 años de existencia, la urbe contaba ya con una población cercana a las 50,000 personas.

Todo esa pujanza se desvanecería en la madrugada del 26 de abril de 1986, cuando una serie de explosiones en el cuarto reactor de la planta expulsaría una cantidad de materiales radiactivos que cálculos posteriores han indicado fue unas 500 veces superior a la liberada por la bomba arrojada sobre Hiroshima.

En medio de un pésimo manejo de la crisis, el desastre hizo que el gobierno soviético evacuara solo hasta 36 horas después a todos los pobladores del área, y que Prípiat  y las regiones situadas en un radio de 30 kilómetros alrededor del reactor se convirtieran en una «zona de exclusión» que no podrá ser habitada nunca más.

Si bien la comunidad científica ha coincidido en que la disipación de los materiales radiactivos tomará, en el mejor de los escenarios, unos 24,000 años, la contabilidad de los daños humanos ha sido mucho más controvertida. No solo por el secretismo con el que las autoridades de la época manejaron el caso, sino también por las diferencias en los métodos y enfoques con los que las agencias e instituciones han tratado de medir el impacto desde entonces. La pregunta sobre el aumento en la incidencia de cáncer en las áreas cercanas ha sido un ejemplo de ello.

De cualquier forma, hay un cierto consenso en que aparte de las 30 personas que murieron  por la explosión, hubo al menos otras 600,000 más (entre cuerpos de seguridad, bomberos, ejército y personal sanitario que atendieron la emergencia y ayudaron a la limpieza de la zona) que sufrieron las mayores dosis de radiación.

Según información que Alexievich reseña en su libro, de la reconfiguración geográfica surgida luego de la caída de la Unión Soviética, su país, Bielorrusia, sería uno de los que al final cargaría con la peor parte. Datos de 1996 daban cuenta de que mientras que Rusia y Ucrania solo reportaban un 0.5 % y un 4.8 % de sus territorios contaminados por la radiación, respectivamente, en Bielorrusia esa porción se elevaba a 23 %.

Asimismo, como consecuencia de la explosión, el número de casos de enfermedades oncológicas en esa república se multiplicaría por 74, pasando de una tasa de 82 por cada 100,000 habitantes a una de 6,000 por cada 100,000 habitantes.

Es a ese abismo nuclear al que trata de acercarnos en su obra la escritora y también periodista bielorrusa. Lo hace tejiendo una minuciosa composición de cientos de voces que sobrevivieron de alguna manera al horror y en la que no existe prácticamente ninguna floritura literaria. Como en un documental con apenas edición, el lector se ve confrontado a una serie de testimonios yuxtapuestos (entrevistas recogidas a lo largo de 20 años y que Alexievich llama «monólogos») que describen un mundo de límites confusos, donde los alcances de la tragedia no se divisaron si no muy tarde. Un mundo que descubre poco a poco, entre las mentiras oficiales y los desalojos, la verdadera  amenaza; un peligro mortal e invisible que no conoce y para el cual no está preparado.

La sucesión de voces establece un retrato de doloroso desarraigo, un sobrecogedora fotografía que nos asoma a la lenta desintegración de cientos de vidas a las que la autora trata de rescatar del olvido.

En sus páginas abundan historias de solidaridad, de amor incondicional, de valentía, de resistencia ante el dolor y la muerte, de verdadero sacrificio y heroísmo incluso. Pero como en toda situación extrema donde han saltado por los aires los «imperativos categóricos» kantianos, también abundan ejemplos de engaños, de egoísmo, de corrupción.

Hay que decirlo, «Voces de Chernóbil» no es un libro para evadirse o para pasar un apacible fin de semana. Su lectura, incómoda a veces, nos obliga a ver un pasado que se trasviste por momentos con ropajes de porvenir; un peligroso futuro que nadie puede descartar con certeza, y del cual, sin embargo, nos sentimos tan incomprensiblemente a salvo.

Houellebecq o el peligroso encanto de las teorías conspirativas

 

Ernesto Mejía/@netomejia08

 

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Ilustración de Le Pelerin, 1902. La Francia católica contra la conspiración judeomasónica. (Foto de internet)

 

 

Por su posibilidad de brindar explicaciones en definitiva sencillas a situaciones complejas, por introducir una especie de orden aparentemente racional en medio del caos, por la insatisfacción que generan muchas veces las versiones oficiales o porque en una especie de paranoia social tratamos de entender que nuestros infortunios (individuales o colectivos) responden a la voluntad de terceros, las teorías de la conspiración han fascinado desde siempre a los seres humanos.

En una conferencia ofrecida en el Magdalen College, en Oxford, con motivo de la Tercera Reunión Anual de la Rationalist Press Association (1948), el filósofo Karl Popper, quizás el primero en hacer uso del término, argumentaba que esas «teorías conspiracionales de la sociedad», tan viejas como las más antiguas civilizaciones, emparentadas con algunas formas de teísmo, eran en el mundo moderno el resultado de una secularización de la antigua superstición religiosa.

 «Esta teoría, más primitiva que la mayoría de las diversas formas de teísmo, es comparable a la teoría de la sociedad de Homero. Este concebía el poder de los dioses de modo tal que todo lo que ocurría en la planicie situada frente a Troya era solo un reflejo de diversas conspiraciones del Olimpo. La teoría conspiracional de la sociedad es justamente una variante de este teísmo, de una creencia en dioses cuyos caprichos y deseos lo gobiernan todo. Procede de la supresión de Dios, para luego preguntar: ¿Quién está en su lugar? Su puesto lo ocupan entonces diversos hombres y grupos poderosos, tenebrosos grupos de presión, responsables de haber planeado la gran depresión y todos los males que sufrimos».

Durante siglos, en Europa —herencia sin duda de una tradición eclesial que hizo de ellos aliados incondicionales de Satanás y en definitiva enemigos peligrosísimos del cristianismo— quienes mejor encarnaron ese poder oculto que complota desde las sombras y teje el devenir de los acontecimientos, fueron los judíos y luego su variante los judío-masones.

Lo que la construcción de ese mito reclamaría al final de cuentas como cierto, sería el hecho de que, sin importar las huellas palpables del sometimiento y marginación histórica de sus comunidades, existía un gobierno sionista ultrasecreto de alcances planetarios que maniobraba desde las tinieblas para tratar de dominar el mundo. Y las pruebas de su progresiva victoria, argumentaba la teoría, saltaban a la vista.

Las primeras manifestaciones escritas de esa creencia que derivaría en un auténtico frenesí paranoico se remontan por lo menos al siglo XVI, cuando textos antisemitas de  corte satírico, «La carta de los judíos de Arles» y «La réplica de los judíos de Constantinopla», por ejemplo, ponían en escena ya a una prominente figura judía imaginaria que llama a un grupo de fieles a convertirse al catolicismo, pero solo con la intención de alcanzar objetivos ulteriores: sobrevivir a las persecuciones, minar desde dentro la fe cristiana y hacerse en última instancia con el poder político.

En línea con el tono de esos escritos y cercano en el tiempo con ellos, «La isla de los monopantos» (1650), de Francisco de Quevedo, fantasearía acaso por primera vez con una poderosa imagen que reaparecería más de doscientos años después y que se revelaría clave en el desarrollo del furor antisemita que incendiaría a Europa hasta bien entrado el siglo XX.

En su relato, Quevedo narra un misterioso conciliábulo, celebrado en Salónica, en el entonces imperio otomano, en el que judíos llegados de todas partes de Europa urden junto a un grupo de cristianos dispuestos a colaborar con ellos (a los que llama justamente los monopantos), un plan para tratar de destruir al cristianismo.

Sin embargo, para el historiador Norman Cohn la verdadera semilla del mito de la conspiración en su forma moderna no aparecería sino hasta finales del siglo XVIII, bajo el auspicio de sectores ultraconservadores que veían con preocupación el racionalismo antirreligioso y antimonárquico de la Revolución Francesa y sus pretensiones de igualdad de derechos para los ciudadanos, judíos incluidos, por supuesto.

Según Cohn, el que pondría en movimiento los engranajes de un fantasma que inspiraría una preocupación y un odio crecientes, y que desembocaría, ya en el siglo XX, en la locura de los campos de concentración y las cámaras de gas, sería un jesuita francés de nombre Augustin Barruel. Paradójicamente, los enemigos iniciales de su mente paranoica no serían los judíos sino los masones.

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Augustin Barruel y su obra «Memoria para servir a la historia del jacobinismo». (Foto de internet)

En una fantasiosa obra de cinco volúmenes, «Memoria para servir a la historia del jacobinismo» (1798), el religioso aseguraba que la Revolución Francesa había sido el fruto conspirativo de una sociedad secreta descendiente directa de la orden medieval de los templarios, que había terminado por capturar a la masonería, y que obedecía en última instancia a los iluminados de Baviera.

Como era notorio, aducía Barruel, esa sociedad que obraba desde las sombras tenía como objetivo socavar todos los fundamentos de la vida francesa y según su febril razonamiento, de no ponérsele un alto terminaría también por someter al mundo entero.

Si bien el abate no mencionaba en su delirio a los judíos, la entrada de estos en esa rocambolesca historia se lograría también gracias a él. Años después, en 1806, Barruel aseguraría haber recibido una carta expedida en Florencia y firmada por un capitán del ejército que se identificaba solo como J.B Simonini.

La misiva, ostensiblemente una falsificación, ahondaba en felicitaciones al sacerdote por haber desenmascarado a las «sectas infernales» que estaban abriendo el camino al anticristo, pero le advertía que el verdadero poder detrás del trono eran los judíos. Simonini había obtenido esa información, explicaba él, luego de haberse hecho pasar por un fiel de esa religión ante los representantes de una comunidad del Piamonte. Ya en confianza, estos le habían revelado sus secretos.

De acuerdo con esas confidencias, había sido un grupo de judíos el que había fundado las órdenes de los francmasones y de los iluminati; y más preocupante aún si cabía: estos tenían miembros infiltrados en todas las esferas de la vida, la Iglesia incluida.

Doblegados por su creciente poder político y económico, proseguía el capitán, muchos países habían terminado por otorgarles a las comunidades judías, derechos civiles; algo que se replicaría más temprano que tarde en el resto de Europa.

Llegados a ese punto, Simonini aseguraba que los judíos «se habían prometido a sí mismos que en menos de un siglo serían los amos del mundo, que abolirían todas las demás sectas y establecerían el imperio de la suya, que convertirían todas las iglesias cristianas en sinagogas y reducirían a los cristianos restantes a un estado de total esclavitud».

Aunque Barruel haría circular la carta y la información entre los sectores más influyentes de Francia, la fantasía del complot judeomasónico mundial pasaría prácticamente desapercibida para el gran público e incluso para los círculos antisemitas durante toda la primera mitad del siglo XIX.

Su verdadera combustión iniciaría hacia 1850, cuando el mito sería retomado por la extrema derecha de Prusia (actual Alemania) como una herramienta para combatir la democracia y el liberalismo. Desde entonces, la teoría alimentaría una infinidad de obras no solo en ese reino sino también más al Este, en el imperio ruso, donde a instancias de agentes de la policía secreta, y sazonada con otra serie de falsificaciones, desembocaría en los tristemente célebres «Protocolos de los sabios de Sión», para mayores señas uno de los libros sagrados de los nazis.

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Ejemplar del periódico francés La Libre Parole. (Foto de internet)

La esencia de ese peligroso mito, con algunos matices y cambios (el remplazo de los judíos por los musulmanes es el más notorio), es lo que pretende vender como novedad literaria Michel Houellebecq en su libro «Sumisión», una obra que salió al mercado francés el 7 de enero pasado, el mismo día de los atentados contra la revista Charlie Hebdo y cuya versión al español apareció en mayo.

En «Sumisión» (traducción aproximada de la palabra árabe islam), Houellebecq nos transporta a una Francia del futuro próximo: la de 2022. Lo hace desde la mirada de un misántropo, descreído y hedonista profesor de la universidad Sorbonne IV, especialista en Joris Karl Huysmans.

François, tal es el nombre del alter ego de Houellebecq, nos describe un país al borde de una guerra civil entre grupos identitarios y musulmanes y a las puertas de una segunda vuelta presidencial inédita: una contienda que se disputará entre Marine Le Pen, la candidata del Frente Nacional (extrema derecha), y Mohammed Ben Abbes, la carta de la Hermandad Musulmana, un recién formado partido islamista de corte moderado.

En ese escenario, temerosos del avance del FN, los partidos tradicionales franceses (el Socialista y la Unión por un Movimiento Popular) no tienen más remedio que endosar su apoyo a la nueva formación con lo que el palacio del Eliseo ve ascender por primera vez a un presidente musulmán.

A partir de ahí, como en el mito de Barruel y compañía ¡vaya coincidencia!, el lector observa la acelerada transformación de la sociedad francesa. Con la complacencia o el silencio de absolutamente todos los sectores, la república laica, caracterizada por su humanismo ateo y sus intenciones integradoras, cede ante la islamización de las instituciones del estado, la marginación de las mujeres, la implantación de la poligamia, la enseñanza del Corán en la educación pública, la estimulación de las desigualdades sociales y la mutación de las costumbres, visible sobre todo en el vestuario y la alimentación.

Y eso es solo el principio. Los diálogos posteriores a la elección dejan en claro que Francia es apenas la primera pieza de un dominó islámico que recorrerá Europa. Las pretensiones de los musulmanes ideados por Houellebecq son, eso sí, más modestas que las de los sionistas de los siglos anteriores. La Hermandad Musulmana de Ben Habbes no va detrás del mundo; su ambición geopolítica se conformará con reconstruir, esta vez pacíficamente y por vía democrática, el imperio romano, incluyendo en la actual Unión Europea, a los países del norte de África. Un objetivo que pretende alcanzar por medio de alianzas y gobiernos de coalición.

Puede que a primera vista, la fantasía de Houellebecq no parezca una teoría de la conspiración. Al fin y al cabo, todo parece suceder de cara a la opinión pública. Sin embargo, su cuento guarda muchas similitudes con las tesis de complots imaginarios.

Por ejemplo, no solo destaca en él la noción de un grupo gobernante de raíz extranjera capaz de controlar virtualmente todos los aspectos de la vida social, política y económica del país, sino que su poder se exagera a niveles inigualables: posee recursos ilimitados, manipula las mentes y tiene un dominio absoluto del sistema educativo.

Además comparte con esos mitos la sensación paranoide de un antiguo mundo que se tambalea, hasta que se desploma y transforma inevitablemente ante el embate de una cultura foránea. Y hay también, claro, un personaje que aparte de percibir la amenaza antes de que sea plenamente evidente para el gran público, lo alerta de sus consecuencias. No en vano la advertencia en este caso se hace con siete años de anticipación.

El alter ego de Houellebecq coincide, de hecho, con el perfil del amante de complots que teje el historiador Richard Hofstadter, en su celebrado ensayo «El estilo paranoico en la política estadounidense» (1964):

«El portavoz paranoide concibe la conspiración en términos apocalípticos, trafica con el nacimiento y la muerte de mundos enteros, órdenes políticos completos, la totalidad de los sistemas de valores humanos. Vive constantemente en la brecha. Vive constantemente en un momento decisivo. Como los milenaristas religiosos que expresaban la angustia de los que viven los últimos días, a veces está dispuesto a fijar una fecha para el Apocalipsis».

Luego del lanzamiento del libro, un periodista, haciendo eco de críticas que señalaban que este pretendía explotar  los miedos de la sociedad francesa, abordó a Houellebecq sobre el tema de la responsabilidad y la libertad de los escritores. El autor respondió:

«No veo ejemplos en los que una novela haya cambiado el curso de la historia. Son otras cosas las que lo cambian: los ensayos, el Manifiesto del partido comunista, cosas así, pero no una novela. Eso no se produce nunca en la práctica».

Yo no estaría tan seguro. Puede que las ficciones no desencadenen por sí solas los grandes cambios históricos o aún el odio y las persecuciones, pero existen ejemplos de que en determinadas condiciones y como parte de un entramado mayor sí pueden revelarse como piezas clave.

Para el caso, en 1868, un tal Hermann Goedsche, escritor alemán que firmaba bajo el seudónimo John Retcliffe, publicó una novela llamada «Biarritz». En uno de sus capítulos, Goedsche retomaría la misma estructura de «La isla de los monopantos», de Quevedo, cambiando esta vez el escenario de Salónica por un cementerio judío en Praga, y describirá una infernal reunión de rabinos que, bueno, ya se sabe… complotan para conquistar el mundo.

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Ilustración de Le Pelerin, 1902. La Francia católica contra la conspiración judeomasónica. (Foto de internet)

El ejemplo habría quedado como una mera anécdota de una obra antisemita que roza el plagio, de no haber sido porque en medio de la creciente hostilidad hacia los judíos en la  Europa del siglo XIX,  tan pronto como Biarritz vio la luz, el capítulo en cuestión comenzó a ser reproducido por medio continente, como el reporte auténtico de una persona que había asistido a esa reunión y que por tanto ponía al desnudo las secretas intenciones de esa diabólica secta.

Por ridículo que parezca, en su nueva forma independiente del libro, ese capítulo que los falsificadores titularían solo como «El discurso del rabino» llegaría a ser tan «exitoso» que se incluiría en casi todos los manuales antisemitas de finales del siglo XIX y principios del XX; casi en una posición tan destacada como los mismos «Protocolos».

Por eso, como asegura Cohn:

«Es un gran error suponer que los únicos escritores importantes son los que se toman en serio las personas educadas en sus momentos de mayor cordura. Existe un mundo subterráneo en el que los sinvergüenzas y los fanáticos semicultos elaboran fantasías patológicas disfrazadas de ideas, que destinan a los ignorantes y los supersticiosos. Hay momentos en que ese submundo surge de las profundidades y fascina, captura y domina repentinamente a multitudes de gentes normalmente cuerdas y responsables, que a partir de ese momento pierden toda cordura y toda responsabilidad. Y ocurre a veces que ese submundo se transforma en una fuerza política y cambia el rumbo de la historia».

Cuando se juega a explotar el miedo hacia los otros, nada —ni una novela ni una caricatura— resulta ser tan inocente como parece.

Berman y la angustiosa aventura de la modernidad

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«Les grands boulevards», Auguste Renoir, 1875

Ernesto Mejía/@netomejia08

En sus primeros años, como profesor de Ciencia Política del City College de Nueva York, el filósofo estadounidense Marshall Berman (1940-2013) debió atestiguar una época de gran turbulencia política y social no solo en su país sino en el mundo. En ese entonces, en los inicios de la década de los 70, la preocupación por el primer choque petrolero, la agudización de las campañas que exigían el fin de la guerra de Vietnam y el auge del movimiento civil que demandaba plenos derechos para las minorías raciales eran moneda corriente en la agenda norteamericana.FotoLibroBerman

En ese escenario de tensión, Berman, originario del Bronx, educado mediante una beca en Columbia y posteriormente en Harvard, y que ya sumaba una historia de activismo estudiantil, tomó posición en las trincheras de la «New Left». Pero pronto (aunque en los años posteriores no dejaría de sentirse identificado) caería en un desencanto que lo alejaría progresivamente del movimiento. Para el filósofo, la piedra de tropiezo sería la creciente deriva radical de dicha corriente, un fenómeno que no solo la alejaba del humanismo marxista con el que tanto se había identificado Berman inicialmente, sino también, consideraba él, su imposibilidad de aportar luces para comprender de mejor manera el malestar de la época.

En su libro «Aventuras marxistas»,  el autor apunta, no sin un dejo de ironía:

«Tras la desintegración del SDS (Estudiantes para una sociedad democrática), en 1969, personas que creía conocer (…) se deslizaron a una especie de romance primitivista que idealizaba cualquier forma de vida que pareciese diferente a la nuestra. Siendo inteligentes, parecían usar su cerebro para entontecerse. El matizado escepticismo con el que enfrentaban a Estados Unidos desaparecía totalmente cuando miraban —o más bien imaginaban—  el heroísmo del Otro. Grupos maoístas, chamanes de Centroamérica, campesinos de cualquier parte, cualquier cultura tribal, presos sin que importase qué delito habían cometido, en todos ellos se puso un aura mágica. Intelectuales que habían rechazado el liberalismo oficial por ser insuficientemente complejo comenzaron a hablar un lenguaje nuevo y maravillosamente sencillo: las palabras clave eran odio, quemar, cerdo, matar. Almas sensibles que se habían convertido en Jinetes de la Libertad después de haber leído a Albert Camus defendían a Charles Manson».

Berman recuerda en dicha obra que su desencuentro con la Nueva Izquierda, que rebautizaría incluso luego como Izquierda Gastada, lo haría volver a beber de las fuentes de Marx donde también, entre pugnas, encontraría la idea y el motor que lo llevaría a escribir su libro cumbre  «Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad».

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Estación de trenes de Montparnasse, 1895

Dicho título, tomado de hecho de una frase del Manifiesto comunista,  encierra en buena medida la esencia dialéctica que, a su juicio, caracteriza a la modernidad, algo que Berman define como la experiencia vital del ser, del tiempo y del espacio, así como de las posibilidades y los peligros de la vida.

Esa experiencia, que comienza a mostrarse con mayor fuerza desde el siglo XVII, y que Berman, contrario a los posmodernistas, no consideraba agotada, surge del conflicto constante entre el aceleramiento vertiginoso de los métodos de producción, el crecimiento urbano, el desarrollo de los medios de comunicación, el dinamismo del mercado capitalista, etc, que el filósofo llama modernización; y el modernismo, es decir las ideas, visiones, movimientos artísticos y culturales  que tratan de dar a los hombres y mujeres un lugar en esa vorágine , haciéndolos sí objetos de ese torbellino, pero también sujetos capaces de hacerlo suyo.

Claro que la concepción de la modernidad no ha sido estática a lo largo del tiempo. Berman reconoce en ella tres grandes fases: una que abarca los siglos XVII y XVIII, donde la voz más importante es la de Rousseau que expresa por primera vez el asombro y el miedo de un entorno social parisino cada vez más dinámico, tumultuoso y cambiante; otra que se sitúa en el siglo XIX, en la que sobresale la transformación del paisaje urbano y la irrupción masiva y violenta de las máquinas de vapor, las fábricas, los medios de comunicación y un mercado mundial en expansión, preñada, entre otras, de las voces de Marx, Nietzche, Kierkegaard, Baudelaire, Carlyle, Rimbaud y Dostoievski;  y una tercera enclavada en el siglo XX, que divide en dos tendencias: la que abraza fervorosamente a la modernidad pero carece de un sentido crítico hacia sus desafíos, como la de los futuristas italianos, por un lado, y por el otro, aquella que desde la trinchera opuesta, denosta de manera completamente pesimista la vida moderna, una corriente donde la figura prominente es Max Weber, pero donde también se insertan Ortega y Gasset, Spengler y T.S. Eliot.

Ante ese mapa de constantes bifurcaciones, el autor vuelve su mirada a los modernistas del siglo XIX para que sean las voces de varios de ellos las que guíen el viaje de su obra . Berman fundamenta esa elección en el hecho de que, a diferencia de sus pares contemporáneos, que asimilan la experiencia de la modernidad a un «monolito cerrado» en el que los seres humanos son totalmente incapaces de introducir el más mínimo cambio, los pensadores decimonónicos la concebían como un proceso abierto, en perenne transformación, que cambiaba a hombres y mujeres pero que era susceptible a su vez de ser cambiado por estos.

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Charles Baudelaire

Berman creía que intelectuales como Marx o Nietzche tan rabiosamente opuestos a la modernidad de su época, eran igualmente entusiastas con ella, puesto que sabían que solo desde su interior podían trascenderla. Una postura que, según él, debería de conservarse para plantar cara a las realidades más aborrecibles de las modernidades de hoy.

Así, bajo ese signo de la eterna transitoriedad, de la evanescencia, de la constante revolución, del choque de contrarios que amenaza incluso con destruirnos, Berman establece de una parte un diálogo con textos de Goethe y Marx en los que va dibujando los sueños, ambiciones y entusiasmos de los modernistas pero también sus angustias, frustraciones y horrores ante una vida que les resulta al mismo tiempo propia pero ajena.

Por otra, el autor se interesa además en la transformación de los paisajes urbanos, tomando como parámetro a París, San Petersburgo y Nueva York, donde se vale  no solo de textos de Baudelaire, Pushkin, Gogol y Dostoievski, sino también de su propia experiencia como antiguo habitante del Bronx.

Como sus referentes, Berman haciendo uso de una prosa limpia y luminosa, nos recuerda la fe en la capacidad de los humanos de transformar el mundo a pesar de los enormes retos a los que nos vemos sometidos.

Ya desde la introducción, el filósofo deja claras esas cartas sobre la mesa:

«Ser modernos es vivir una vida de paradojas y contradicciones. Es estar dominados por las inmensas organizaciones burocráticas que tienen el poder de controlar, y a menudo de destruir, las comunidades, los valores, las vidas, y sin embargo, no vacilar en nuestra determinación de enfrentarnos a tales fuerzas, de luchar para cambiar su mundo y hacerlo nuestro. Es ser, a la vez, revolucionario y conservador: vitales ante las nuevas posibilidades de experiencia y aventura, atemorizados ante las profundidades nihilistas a que conducen tantas aventuras modernas, ansiosos por crear y asirnos a algo real aun cuando todo se desvanezca. Podríamos incluso decir que ser totalmente modernos es ser antimodernos».