Kiev, retrato literario de una ciudad bajo eterno asedio

Ernesto Mejía / @netomejia08

Quiere la leyenda que la actual capital ucraniana fue fundada por tres hermanos de origen eslavo oriental, quienes asentados en las montañosas orillas del Dniéper decidirían dar  vida en el lugar a una ciudad.

La «Crónica de Néstor», escrita alrededor del año 1113 y adjudicada a un monje del Monasterio de las Cuevas de Kiev, relata así aquel pasaje surgido de la tradición popular:

«Eran tres hermanos, uno se llamaba Ki, el otro Shchek y el tercero Jorik, y también una hermana que llevaba el nombre de Libied. Cada uno de los hermanos se sentó en una colina: Ki en la que actualmente se llama Borichev,  Shchek en la que hoy denominamos Chekovitsa y Jorik en la que tomó el nombre de Jorevitsa. Y acordaron crear una ciudad a la que bautizaron con el nombre de Kiev, en honor al hermano mayor».

Aunque lejos del mito, los orígenes y el momento exacto de su fundación siguen siendo tema de debate, se da por sentado que la ciudad existía ya a finales del siglo V, como un importante enclave comercial situado en la ruta que unía las tierras de los varegos, tribus cazadoras del norte, compuestas por vikingos, pero también por eslavos, con Constantinopla, capital del imperio bizantino.

A lo largo de esa temprana etapa de su existencia, el asentamiento y la región colindante serían tributarios de los jázaros, un pueblo túrquico proveniente de Asia Central que llegaría a dominar un vasto territorio en el que se incluirían partes de la actual Hungría, Ucrania y Rusia, así como de  Kazakstán.

Pero con la irrupción varega en la ciudad en el siglo IX, con la llegada de Askold y Dir, dos hombres al servicio del jefe tribal Rurik, quienes en su camino al sur se toparían con el asentamiento y decidirían establecerse en él como príncipes, y sobre todo de Oleg, quien más tarde, por medio de engaños, los derrotaría y los asesinaría, Kiev no solo se sacudiría el dominio de los pueblos vecinos, sino que llegaría a rivalizar con el poder de Constantinopla, a la que incluso le impondría un tratado comercial provechoso para sus intereses.

Sería por ese tiempo precisamente que la ciudad (a la que Oleg bautizaría como «la madre de todas las ciudades rusas») se convertiría en la capital de la poderosa Rus de Kiev, una federación de tribus eslavas orientales que ejercería un control completo de la región durante al menos dos siglos.

Sin embargo, las crecientes rivalidades entre los príncipes que gobernaban los centros regionales, azuzadas por amargas disputas familiares y pleitos por derechos sucesorios, terminarían por  debilitar la federación y volverla presa fácil de los enemigos externos.

Es en ese contexto que se enmarca, por ejemplo, la feroz disputa entre los primos Sviatopolk, Vladimir Monómaco y Oleg de Chernígov, que, como un temprano aviso de lo que vendría más tarde, a punto estaría de provocar en 1096 la caída de Kiev en manos de tribus foráneas.

De acuerdo con el autor de la ya citada crónica, que se supone fue testigo directo del ataque, en ese año los cumanos, al mando del cacique Boniak, se presentaron ante los muros Kiev y procedieron a saquear y devastar los alrededores, prendiendo fuego asimismo en el acto al palacio del príncipe de Berestovo.

En su obra, el religioso consigna que el ejército cumano regresaría meses más tarde y volvería a  incendiar las afueras de la ciudad, así como el monasterio de San Esteban, en un ataque en el que los invasores se ensañarían incluso contra el convento en el que él se encontraba.

«Seguidamente llegaron al monasterio Pechersky, Acabábamos de cantar maitines y nos dirigíamos a nuestras celdas para descansar y en medio de horribles gritos se colocaron delante de la puerta con sus máquinas de asedio. Asustados nos retiramos al patio de atrás. Entonces estos salvajes descendientes de Ismael hicieron una brecha en los muros del convento y dándose al asalto de nuestras celdas destruyeron y robaron todo lo que encontraron», resume el monje.

Con todo, la invasión que en definitiva marcaría el declive de la ciudad se materializaría hasta en 1240, cuando los guerreros mongoles de la Horda de Oro, a las órdenes de Batú Kan, que llevaban tres años de campaña saqueando y devastando la Rus, prácticamente la desaparecerían del mapa.

La «Crónica de Galitzia y Volinia» refiere que aproximadamente un año antes, uno de los líderes mongoles, Möngke Kan, se estacionaría con sus hombres a las orillas del Dniéper con la intención de explorar la ciudad y quedaría maravillado por su belleza y esplendor. El guerrero enviaría entonces emisarios ofreciéndoles la rendición, pero la ciudad se negaría. Al ver la determinación de los residentes a resistir, Batu Kan avanzaría sus fuerzas y sitiaría Kiev acumulando una ingente cantidad de tropas frente a sus muros.

«Y uno no podía escuchar nada como resultado del gran estruendo causado por sus carretas chirriantes, el balido de sus innumerables camellos y los relinchos de sus manadas de caballos. Y la tierra de Rus se llenó de soldados», rememora el cronista.

Batu Kan enfilaría así sus catapultas contra los muros de la ciudad y procedería luego a su toma,  no sin antes librar una encarnizada batalla contra sus férreos defensores.

Seis años después de aquellos hechos, el franciscano Giovanni da Pian del Carpine, enviado del papa Inocencio IV para negociar la paz con el gran Kan, pasaría por el lugar en su camino hacia la corte del emperador Guyuk en Mongolia y plasmaría la honda impresión que le causaría aquel devastador panorama en su «Historia de los mongoles que nosotros llamamos tártaros».  

«Destruyeron ciudades y castillos y mataron hombres y sitiaron Kiev, que es la ciudad rusa más grande que sitiaron, y después de un largo asedio la tomaron y mataron a la gente del pueblo, así que cuando pasamos por ese país encontramos innumerables cráneos humanos y huesos de la muertos esparcidos por el campo. De hecho, Kiev había sido una ciudad muy grande y poblada, pero ahora se reduce a casi nada. Apenas hay doscientas casas y la gente está en la más estricta servidumbre. Llevando la guerra desde allí, los tártaros destruyeron toda Rusia».

El declive

La época que se sucedería luego, conocida vulgarmente como «El yugo mongol», la cual se extendería por al menos los 200 años siguientes, sería clave no solo en el declive de Kiev, sino en el desarrollo y ascenso de Moscú, que había sido hasta entonces solo un pequeño pueblo del principado de Vladimir-Súzdal, e implicaría a la postre una progresiva migración hacia el noreste de los centros de poder que habían controlado la región.

Un cambio que comenzaría a consolidarse con la llegada de Iván III al trono del principado de Moscú y su posterior victoria sobre los tártaros, en 1480.

Vendrían entonces años en los que a pesar de su importancia disminuida, la ciudad continuaría siendo objeto de deseo de varios estados y en los que cambiaría de manos con frecuencia: parte del Gran Ducado de Lituania, primero; de la Mancomunidad de Polonia-Lituania, después;  y controlada finalmente por el poder del hetmanato cosaco (una época inmortalizada en la novela «Tarás Bulba», de ese ucraniano universal de nombre Nikolai Gogol).

Hasta que en 1764, Kiev sería absorbida por el Zarato ruso y más tarde por el imperio construido por Pedro El Grande, cuya capital, San Petersburgo, comenzaba ya a rivalizar con las grandes potencias de Europa.

Integrada al imperio ruso, la ciudad entraría en una fase de estabilidad que sería interrumpida de nuevo, sin embargo, por el estallido de la Primera Guerra Mundial, la Revolución Bolchevique y el colapso de los imperios austrohúngaro y ruso. Esa masiva reconfiguración del mapa europeo empujaría a la urbe a una turbulencia tal que, en el lapso de apenas un poco más de tres años, entre 1917 y 1920, esta sería reclamada hasta por ocho gobiernos, muchas veces simultáneos, en una intrincada medición de fuerzas entre los nacionalistas ucranianos, el hetmanato al mando de Pavló Skoropadski —una administración local, tutelada en realidad por Alemania— y los bolcheviques.

Ese ambiente frenético y caótico serviría de inspiración para que en 1925 Mijaíl Bulgákov escribiera «La Guardia Blanca», una obra que condensa bien la agitación e incertidumbre de aquellos días que son, en suma y en buena medida, las mismas que, a lo largo de la historia, han acompañado a una ciudad que parece  no ha dejado nunca de estar amenazada.

«La Ciudad  se levantaba entre la niebla, asediada por todos los lados. Al norte, por la parte del bosque y las tierras de labor; al oeste, desde Sviatóshino, que los de Petliura acababan de tomar, y al sur, desde las arboledas, los cementerios y los prados envueltos por el cinturón de la vía férrea, por todos los senderos, o simplemente por las nevadas llanuras, sin que nada pudiera contenerla, avanzaba la negra masa de la caballería, rechinaban los pesados cañones y la infantería del ejército de Petliura, extenuada tras un mes de marchas, se hundía en la nieve», exclama Bulgákov en una parte de su obra en referencia a la inminente entrada en Kiev de las fuerzas armadas del nacionalista Simon Petliura.

En su novela se respiran las órdenes y contraórdenes de los mandos militares, los engranajes de la guerra que van transformando instituciones educativas y almacenes en casernas y centros de mando castrenses, la violencia que va colándose por los intersticios de la vida cotidiana, el terror de los oficiales que desertan, la confusión del populacho ante unas tropas que nunca se sabe bien a qué signo pertenecen, pero sobre todo la inquietud de los habitantes sobre el derrotero final que tomará la caprichosa marcha de la Historia.

No sería este desde luego el último lance de Kiev en el siglo XX. Bajo la dominación soviética, la ciudad, al igual que el resto del país, se enfrentaría al espanto del Holodomor, la hambruna generada por las políticas estalinistas que provocaría en el conjunto de regiones por donde se extendería hasta 7 millones de muertes.

Y años más tarde, en el marco de la Segunda Guerra Mundial y la invasión nazi, Babi Yar, un desfiladero en las afueras de la ciudad sería testigo de uno de los más horrendos crímenes cometidos por las tropas alemanas. Ahí, en solo dos días, el 29 y 30 de septiembre de 1941, los nazis junto a colaboradores ucranianos masacrarían a más de 33,000 judíos. Unos eventos recogidos en la novela documental «Babi Yar», de Anatoly Kuznetsov.

Así, la más reciente invasión rusa ordenada por Vladimir Putin viene a sumarse a la larga lista de amenazas y asedios que ha sufrido Kiev a lo largo de sus 1,540 años de historia.

Como tantas veces antes, es posible que la ciudad sobreviva de nuevo, pero no puedo uno menos que dolerse, como lo hiciera Bulgákov en su novela, por la fatal suerte de sus residentes.

«¿Por qué sucedió todo eso? Nadie podría decirlo. ¿Pagaría alguien la sangre vertida? No. Nadie.
Sencillamente, se derretiría la nieve, saldría la verde hierba ucraniana, se alegraría la tierra… brotarían los trigales… temblaría la calígine sobre los campos y de la sangre no quedaría ni rastro. La sangre vertida en los campos cuesta poco y no la pagará nadie. Nadie».

Este texto se publicó originamente en La Prensa Gráfica

El regreso del ladrón de La Belle Époque

Ernesto Mejía / @netomejia08

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1871. La guerra franco-prusiana ha terminado. Francia, y la mayor parte de Europa, se encaminan a un período de excepcional bonanza que se extenderá por las próximas cuatro décadas y será bautizado luego, no sin un dejo de nostalgia, como La Belle Époque.

Son los años de la expansión del colonialismo, de una fe ciega en la ciencia y el progreso, de un florecimiento de la moda y las artes, y del triunfo ascendente de la burguesía que exhibe su poderío económico y financiero y le disputa cada vez más espacios y privilegios a la vieja aristocracia sobreviviente del Antiguo Régimen.

Es en ese ambiente en el que el escritor francés Maurice Leblanc daría vida al que sería su personaje más famoso de su carrera literaria: Arsène Lupin, un ladrón de guante blanco que gozaría de una enorme popularidad en Francia y en el extranjero, acaso porque junto con esa extraordinaria acumulación de riquezas del período, sobrevendrían también el miedo a la inseguridad y al robo, y el temor de los círculos burgueses a quedar en ridículo, víctimas de fraudes o estafas, aspectos con los que el personaje de Leblanc —una suerte de antípoda del Sherlock Holmes, de Conan Doyle— sabría jugar tan bien.

Deportista y luchador aguerrido, elegante, refinado, poseedor de una aguda ironía, astuto, misterioso, seductor, maestro del disfraz, Lupin deberá también su renombre a que, en buena parte de las más de 18 novelas y 39 cuentos que protagonizaría, encarnaría una especie de vengador social. Un hombre que encontraría en su gusto por transgredir la ley —que a pesar de todo no llegará a ser violento, como ocurrirá con antihéroes posteriores como Fantomas— una forma de ajustar cuentas con una sociedad y con personas que, más allá del fasto y las apariencias, no son menos corrompidas que él.

Lupin, en consecuencia, desvalija casi de manera exclusiva a ricos que han hecho su fortuna de forma ilegal o inmoral o que prodigan malos tratos hacia los pobres. Una selección que nace del recuerdo de las humillaciones que su madre, una mujer adinerada venida a menos, sufriría como empleada doméstica a manos de los duques de Dreux-Soubise.

El tremendo éxito del personaje creado por Leblanc daría paso, a lo largo de los más de  115 años posteriores a su primera aparición, a incontables adaptaciones en el teatro, los cómics, el cine y la televisión. La última en agregarse a esa dilatada  lista ha sido la serie de Netflix, «Lupin», una producción en cinco capítulos en su primera temporada  que, según las proyecciones de la misma plataforma, habrá sido vista en 70 millones de hogares al cabo de solo su primer mes en línea; esto es del 8 de enero al 5 de febrero. Dicha marca la situaría como la segunda producción más reproducida de la empresa, solo después de The Witcher.

Y es que la serie, protagonizada por Omar Sy, tiene ante todo el enorme mérito de leer el espíritu  de nuestro tiempo. De ahí que no se trate de una mera transferencia de la obra literaria al lenguaje televisivo, sino más bien de una decente y bien pensada actualización. Así, en el Lupin de Netflix el protagonista no es ya el refinado caballero que se inició a temprana edad en el mundo del robo, empujado por las vejaciones infligidas a su madre, sino Assane Diop, un inmigrante de origen senegalés que encuentra inspiración en los libros del elegante ladrón para vengarse de una sociedad discriminatoria y racista, y en particular de los Pellegrini, una acaudalada familia parisina que 25 años atrás acusó a su padre de un delito que no cometió.

Si bien la producción decae a ratos, cuando aborda sus ángulos más dramáticos, la misma se sostiene por la solvencia y el carisma de Sy, un actor ubicuo por el que pasan casi todas las líneas de la trama.

El punto más débil de la serie a lo mejor sea el escaso espacio que, sin duda, en función de una mayor fluidez y espectacularidad, le otorga a la resolución de enigmas. Una deficiencia que bien puede que descorazone a los fans más acérrimos de la saga literaria, puesto que Arsène Lupin no es solo un ladrón de guante blanco, sino un sagaz cazador de tesoros que encuentra placer en desentrañar los más antiguos y recónditos misterios. Como queda patente desde la primera novela del personaje, «La aguja hueca», donde Lupin, luego de idas y venidas por documentos y mensajes codificados,  logra descifrar la ubicación exacta de la fortuna de los reyes de Francia.

A pesar de esa falla, la obra de Netflix funciona como un justo homenaje a uno de los personajes clásicos de la novela policiaca francesa del siglo XX que, visto lo visto, parece lejos de estar agotado.

La infinidad de voces que resuenan en los ciclos eternos de Dark

Ernesto Mejía / @netomejia08

Difícilmente exista en el panorama de series actual una producción tan ambiciosa como Dark. La serie alemana de Netflix, que estrenó su tercera y última temporada a finales de junio, es una intrincada y elegante mezcla de referencias que va desde la mitología hasta la ciencia, pasando por el ocultismo, la literatura y la filosofía.

El resultado es una obra polifónica donde resuenan necesariamente las voces de infinidad de autores y escritos anteriores que se enfrentaron también a los grandes temas que atraviesan la serie de factura germana: el tiempo, el espacio, la inevitabilidad del retorno, el destino, el libre albedrío

Sin pretensiones de exhaustividad, la siguiente es una recopilación de algunas de esas voces que pueblan el universo sinfónico de Dark, agrupadas alrededor de algunos de sus temas más preciados.

La ductilidad del espacio-tiempo

Antes que nada, es preciso decir que Dark es una preciosa joya de ficción engarzada en una sólida base científica.

Aunque la serie abunda en referencias a numerosos fenómenos y teorías físicas, como el entrelazamiento cuántico o el gato de Schrödinger, su estructura descansa mayoritariamente en un principio: la ductilidad del espacio-tiempo. Algo que nos remite irremediablemente al trabajo del científico de origen alemán, Albert Einstein.

Hasta antes del físico, nacido en Ulm, las ideas del espacio y el tiempo que primaban eran las legadas por Newton, que los concebía como dos conceptos independientes y absolutos. Sin embargo, en 1905,  Einstein introdujo su teoría de Relatividad Especial y una década más tarde la de Relatividad General, en las cuales concluyó que el espacio y el tiempo están entretejidos en un mismo continuo cuadridimensional, conocido en adelante como espacio-tiempo, que aparte de no ser absoluto —pues depende del estado de movimiento del observador— se deforma o se curva en función de la mayor o menor masa de los cuerpos, es decir la gravedad. 

«El que no estemos acostumbrados a concebir el mundo en este sentido como un continuo cuadridimensional se debe a que el tiempo desempeñó en la física prerrelativista un papel distinto, más independiente, frente a las coordenadas espaciales, por lo cual nos hemos habituado a tratar el tiempo como un continuo independiente», exclama Einstein en su libro de divulgación científica Sobre la teoría de la relatividad especial y general.

Esa maleabilidad del espacio-tiempo abriría la puerta para soluciones a las ecuaciones de Einstein que, al menos teóricamente y bajo ciertas condiciones, posibilitarían los viajes al pasado y al futuro. Una de ellas serían las denominadas Curvas Cerradas de Tiempo, donde la gravedad de un cuerpo masivo deforma de tal manera el espacio-tiempo que la línea de universo de un objeto dibuja un curioso camino en el que finalmente regresa a las mismas coordenadas que tenía  en el pasado.

Otra de ellas, que implicaría la existencia de gravedades tan enormes que rasgarían el espacio-tiempo —esas regiones en el universo que conocemos hoy como agujeros negros— postula la posibilidad de que dichos puntos se conecten con otros (ya sea en el mismo universo, en un tiempo anterior o posterior, o incluso en otros universos), por medio de especies de túneles, bautizados inicialmente como puentes Einstein-Rosen y luego designados por su nombre más popular de agujeros de gusano. 

Es a partir de esas hipótesis que se configura todo el universo de Dark. Algo que queda patente desde al menos el capítulo 8 de la primera temporada cuando El extraño visita al relojero  Tannhaus, en 1986, para abordar algunas de sus teorías sobre el tiempo y el espacio, y en medio de la plática este último trata de ilustrarlo a través de un ejemplo: «Imagínate que estás en una habitación infinitamente grande y oscura, y que una luz brilla a tu izquierda. El haz de luz debería seguir en la misma dirección para siempre. No hay razón para asumir que pueda volver a ti desde la derecha. Pero un agujero de gusano cambia la topología del espacio-tiempo, lo curva y entonces… nada queda en su lugar».

Dark (Netflix): resumen, quién es quién, momentos temporales y más

Máquinas del tiempo y paradojas temporales

Si bien la existencia de agujeros de gusano, y más aún la casi improbable posibilidad de atravesar alguno y quedar con vida, respondería a la reunión de condiciones extremadamente difíciles de lograr, los creadores de Dark fantasean con que todas ellas confluyen en la imaginaria localidad de Winden, luego de un accidente en la planta nuclear del lugar. Este accidente abre en las cuevas que recorren el subsuelo de la localidad portales que permiten a aquellos que los atraviesan aparecer en momentos anteriores o posteriores separados por ciclos de 33 años.

Esta no es la única forma de realizar esos viajes. En una sobresimplificación aún mayor, algunos de los personajes poseen extrañas máquinas portátiles que permiten idénticos saltos temporales. 

En ese punto, la serie deja obviamente de lado la ciencia para empalmar con la dilatada tradición de relatos de ciencia ficción donde juegan un papel preponderante los artilugios capaces de realizar esos viajes espaciotemporales. Una tradición iniciada acaso con el francés Eugene Mouton y su obra L’historioscope (1886), pero popularizada definitivamente por el novelista británico H.G. Wells y su libro La máquina del tiempo (1895).

No obstante, más allá de ese claro punto de encuentro, debido a su afán por explorar las implicaciones que podrían tener los viajes en el tiempo, quizás la deuda mayor de Dark sea con El viajero imprudente, de René Barjavel. Una obra clave del subgénero que plantearía por primera vez, al menos desde el campo de la ciencia ficción, una de las paradojas temporales más famosas: la paradoja del abuelo, una incongruencia retomada en adelante por una infinidad de obras de la literatura y del cine, y estudiada incluso por algunos físicos. 

Publicada en 1943, la novela de Barjavel narra la historia de Pierre Saint-Menoux, un joven matemático devenido soldado al inicio de la Segunda Guerra Mundial, quien por un golpe de suerte conoce a un científico de nombre Noël Essaillon, que ha desarrollado la noelita, una sustancia que permite realizar viajes en el tiempo.

Invitado por el físico, Saint-Menoux se transforma en su asistente, iniciando así una delirante cadena de viajes espacio-temporales que lo llevan a futuros y pasados muy distantes. En el curso de sus desplazamientos a siglos anteriores, y una vez muerto Essaillon, el protagonista deja de contentarse con ser solo un espectador y comienza a modificar el pasado. Presintiendo, no obstante, que esos cambios que  realiza afectan únicamente los destinos individuales, más no el desarrollo de los grandes hechos históricos, viaja a 1793, al sitio de Toulon, para asesinar a Napoleón, cuando este era solo un teniente, con la intención de comprobar si una vez muerto otro hombre tomaría su lugar.

Su desafortunada empresa toma un cariz inesperado cuando un soldado, que termina siendo un ancestro suyo, se sacrifica para evitar el asesinato del futuro emperador. Saint-Menoux entra entonces en un bucle de paradojas temporales: al haber asesinado a su antepasado, no pudo haber nacido él para matarlo, por lo tanto, su antepasado  no está muerto y él sí pudo nacer y viajar en el tiempo para asesinarlo, y así, al infinito.

En un escrito posterior, cuyo título (To be and not to be) parafraseaba la célebre frase de Hamlet, publicado 15 años después de su novela, Barjavel trataba de explicar el paradójico destino de su protagonista aduciendo que este de alguna manera existía y no existía al mismo tiempo.

Y afirmaba: «No sé qué decirles, me es imposible imaginar su estado. Para nuestro espíritu humano limitado, impedido, solo el ‘o’ (del ser o no ser) de Hamlet es comprensible (…) El ‘y’ de Saint-Menoux nos hace perder el equilibrio. Nos pone en el extremo de nuestro universo racional. Un paso, una palabra de más y es el principio de los abismos, la lógica del absurdo y la evidencia demostrada de la posibilidad de lo imposible».

Esa huella indeleble del escritor galo puede notarse también en Dark cuando El extraño, quien ha seguido al protagonista, Jonas, hasta 1986, le advierte de los peligros de llevar al niño Mikkel de regreso al presente. Al hacerlo, Jonas impediría su propio nacimiento, por lo tanto sería incapaz de viajar al pasado y traer de vuelta a Mikkel al presente, etc., etc.

Los universos paralelos y los dobles

Para tratar de resolver, en términos narrativos, muchas de las paradojas que plantea, Dark recurre a la idea de los multiversos, una teoría que tuvo su primer acercamiento desde la ciencia, en 1957, cuando el físico estadounidense Hugh Everett formuló su Interpretación de los Muchos Mundos.

Básicamente, lo que Everett buscaba con ella era resolver la contradicción que surgía del hecho de que en el mundo cuántico (en un nivel muy microscópico), partículas elementales, como electrones o fotones, pudieran existir en una superposición de ubicaciones, velocidades y orientaciones al mismo tiempo (como en el famoso gato de Schrödinger), pero al momento de ser observado y medido, este adoptara uno solo de esos estados y no todos los posibles.

Ante eso, el físico propuso la tesis de que en cada interacción entre un observador y un objeto, el universo se divide en múltiples universos donde se realizan todas y cada una de las superposiciones posibles, produciendo así una infinidad de ramificaciones y líneas de tiempo distintas.

Curiosamente, más allá de estar contemplada también en algunas religiones, como el hinduismo, esa idea de universos múltiples, que ha ganado un respeto creciente entre la comunidad científica en las últimas décadas, había sido ya imaginada y conceptualizada de alguna forma 85 años antes, por el revolucionario francés Louis Auguste Blanqui, quien la condensó en una obra fascinante y poética denominada La eternidad a través de los astros (1872).

En esa especie de especulación cosmológica —extraña obra para figurar entre los escritos de un hombre que dedicó toda su vida a la agitación política— Blanqui vuelca su visión de un universo infinito poblado por una miríada de mundos que resultan ser copias unos de otros.

El punto de partida para su exposición es sencillo: dado que para crear todo, la naturaleza dispone de un número limitado de elementos, la cantidad de combinaciones originales que puede extraer de ellos será también limitado. Una vez alcanzado ese término, argumenta, la naturaleza debe echar mano de copias para poblar el infinito.

«La naturaleza no puede hacer lo imposible. Visible en todas partes, la uniformidad de su método desmiente la hipótesis de creaciones infinitas exclusivamente originales. La cifra está limitada de derecho por el número muy limitado de los cuerpos simples. En cierto sentido son combinaciones-tipo, cuyas repeticiones sin fin colman la extensión», afirma el que fuera uno de los jefes de la Comuna de París.  

El resultado de eso, según Blanqui, consiste en la multiplicación exponencial de mundos idénticos al nuestro diferenciados, sin embargo, por la multitud de decisiones que a cada instante, a cada segundo, toman o desechan los habitantes de esas realidades paralelas, lo que configura en definitiva vidas e historias completamente distintas.

«¿Qué hombre no se encuentra a veces en presencia de dos senderos? Ese, del que se aparta, le daría lugar a una vida muy diferente, aún dejándole la misma individualidad. Uno lo conduce a la miseria, la vergüenza, a la servidumbre. El otro lo llevaría a la gloria, a la libertad (…) Todo lo que uno podría haber sido aquí abajo, también se es en alguna otra parte. Más allá de la existencia entera que se vive en una muchedumbre de tierras, desde el nacimiento hasta la muerte, se viven otras, en diez mil ediciones diferentes», agrega.

Blanqui desemboca así en un tema que, independientemente de estar ligado a la idea de los mundos y universos paralelos o no, ha fascinado y aterrorizado a la humanidad desde siempre: el de los dobles. Otro tópico omnipresente, desde luego, en la serie alemana.

Los orígenes de esa atracción en la literatura se remontan al menos hasta las comedias, Los Menecmos y Anfitrión, del escritor latino, Plauto (siglo II a.C). Desde entonces, la lista de autores que bajo diferentes ropajes ha abordado la temática en sus libros incluye a literatos tan disímiles como Shakespeare, Stevenson, Dostoievski, Poe, Unamuno y Saramago.

Probablemente el ejemplo que resulte más pertinente para el tema que nos ocupa, por ocurrir en él una suerte de ruptura espacio-temporal, sea El otro (1975), de Jorge Luis Borges. El archiconocido relato, que desde hace unas dos décadas sabemos guarda cuestionables similitudes de estructura e incluso estilo con un cuento muy anterior del escritor italiano Giovanni Papini, llamado Dos imágenes en un estanque (1907), narra el encuentro de un Borges ya anciano con una versión mucho más joven de él mismo.

Tal y como sucede en el cuento del florentino, superada la sorpresa inicial de los protagonistas, sobreviene un momento de curiosidad donde tratan de comprobar que son en efecto la misma persona solo que en tiempos diferentes y, luego, un instante de repentina desilusión al constatar el desfase de ideas y visiones de mundo que la brecha generacional entre ambos ha producido. Sin embargo, mientras que en el relato de Borges, los personajes se despiden haciendo la promesa de encontrarse al día siguiente en el mismo lugar, un compromiso que saben de antemano no cumplirán, en el de Papini, el protagonista de mayor edad termina ahogando en un estanque a su alter ego más joven. Un final que nos remite de nuevo al tema de las paradojas temporales. Como se ve, quizás la serie alemana no falte a la razón al proclamar una y otra vez que todo está conectado.

Así nos fascina 'Dark': los conceptos temporales y la simbología ...

Determinismo y pesimismo

Pronto los personajes de Dark caen en la cuenta de que por más que puedan viajar en el tiempo e incluso entre universos les es imposible realizar la más mínima modificación a las líneas cronológicas.

Fiel a su apego a las teorías científicas, la serie se adhiere en ese punto al principio de autoconsistencia del astrofísico ruso Ígor Nóvikov que afirma que la probabilidad de que un evento realice un cambio en el pasado es nula, puesto que violaría la ley de causalidad. 

Así, incluso cuando parece que finalmente los personajes que viajan a un tiempo anterior tendrán éxito en su empresa de alterar el curso de la historia, se descubre que sus acciones solo ayudan a configurar el futuro del que han partido tal y como ya lo conocen. En otras palabras, sin importar cuánto empeño pongan en trastocar los eventos, estarán determinados a llegar al mismo resultado que quieren evitar, lo que, en definitiva, los inscribe en el marco de la paradoja de la predestinación.

Si las opciones de cambio en el pasado están cerradas, en el futuro no lo están menos. En Dark, incluso la esperanza de las bifurcaciones planteada por Blanqui, que a cada instante abre a todo ser humano la posibilidad de elegir, no es más que una vana ilusión.

En consonancia con las ideas del científico francés, Pierre Simon Laplace, los personajes de la serie se mueven en universos donde todo el devenir del mundo material —los seres humanos incluidos, por supuesto— está ya contenido en el momento presente y donde, por consiguiente, el curso de las vidas está fijada de antemano por una inquebrantable cadena de causas y efectos.

Frente a ese panorama, que pone en entredicho la noción de libre albedrío, la producción entrelaza el determinismo científico con el pesimismo filosófico, cuyo máximo exponente fue el pensador alemán, Arthur Schopenhauer.

La admiración de los creadores por las ideas del filósofo se advierte en toda la serie y no está ni siquiera velada, puesto que una cita suya aparece como epígrafe en el capítulo de arranque de la última temporada.

Heredero del pensamiento de Kant, Schopenhauer creía que el mundo que experimentamos era simplemente una representación que dependía del sujeto, y que esa representación estaba condicionada por el tiempo, el espacio y la causalidad. Nuestro conocimiento entonces se limitaba únicamente al plano de los fenómenos. Sin embargo, bajo esa percepción sensible, el filósofo pensaba que yacía la realidad última, la esencia de todas las cosas, a la cual designó como «Voluntad», un principio metafísico fuera del espacio y el tiempo que describió como «un ciego afán, un impulso carente de todo objeto y motivos». Para Schopenhauer, los seres humanos, como el resto de la realidad material, de hecho, no eran más que simples objetivaciones de ese impulso. 

En esa cosmovisión, el libre arbitrio aparece pues solo como una creencia surgida a partir de lo que podemos percibir del mundo empírico y resulta por lo mismo ilusoria. En tanto no encuentran obstáculos físicos, los seres humanos hacen efectivamente lo que quieren, pero ese querer no depende en realidad de ellos, sino que sigue siendo resultado de la Voluntad, esa  fuerza ciega e irracional que subyace en todo.

Como buenos seguidores de Schopenhauer, los creadores de Dark construyen así personajes en un permanente estado de insatisfacción, llevados caprichosamente por fuerzas mayores que ellos, cuya marca más definitoria es la tragedia.

Ese carácter sombrío de su existencia se acentúa más por el hecho de que lejos de habitar una temporalidad lineal, donde a un inicio le sobrevendría inexorablemente un final, estos transitan en una temporalidad cíclica, donde sus vidas, hasta en el más mínimo detalle, están condenadas a repetirse una y otra y otra vez. Una noción propia de las filosofías orientales, ya presente de alguna forma en el pensador griego Heráclito, pero popularizada en occidente por Friedrich Nietzche bajo el concepto del eterno retorno.

Todos esos elementos juntos dan forma a una historia terrible donde, no obstante, al final (si cabe usar ese término en este caso), tal y como en la filosofía de Schopenhauer, existe una leve esperanza para la liberación. Aunque esta, obviamente, no sea fácil e implique pagar un alto precio.

Este artículo se publicó originalmente en La Prensa Gráfica.

La peor de todas las formas de gobierno

Ernesto Mejía/ @netomejia08

poesía para alentar coraje: La muchedumbre

En el último año, el Gobierno, apoyado en diversas encuestas que dan cuenta del grado de aceptación de sus políticas, ha remachado cansinamente en la alta popularidad de la que goza.

Esa cantaleta repetida hasta el cansancio como prueba irrefutable de legitimidad democrática es más bien, por la forma en que se usa y por el mensaje de menosprecio a la minoría que conlleva, un signo que pone en alerta sobre la degeneración de la democracia misma. 

Desde el siglo III a.C. el historiador griego Polibio ponía ya en guardia sobre ese proceso de corrupción. En el capítulo VI de su obra «Historias», dedicado a analizar la Constitución romana, Polibio desarrolla la teoría de la anaciclosis, según la cual todo régimen político tiende a degenerarse.

Así, retomando la clasificación aristotélica de las formas de gobierno, sitúa por un lado a aquellas formas puras o perfectas (monarquía, aristocracia y democracia) contraponiéndolas aquellas impuras o corruptas (tiranía, oligarquía y oclocracia) y las integra en un ciclo de etapas sucesivas donde la degeneración y la entrada en crisis de cada uno de esos regímenes da lugar al surgimiento de otro diferente.

De esa manera, al estado inicial de la monarquía le sigue su forma degradada de tiranía; cuando esta entra en crisis, es relevada por la aristocracia que, a su vez, degenera en oligarquía; mientras que en la etapa final del ciclo sobreviene la democracia que se corrompe en oclocracia, a la que Polibio califica como «el peor de todos los estados».

Contrario a su forma pura, donde según el historiador griego, prevalece la obediencia a las leyes, la oclocracia se caracteriza por ser un gobierno del populacho o de la turba, donde esta se siente autorizada a hacer cuanto quiere. Hay, por lo tanto en ella, un desprecio a las normas legales, una desestimación de la igualdad y la libertad y un anhelo marcado por dominar a los demás.

Sobre esa capacidad opresiva de las masas advertiría también, 22 siglos después, Alexis de Tocqueville quien en su clásico La democracia en América popularizaría la expresión «tiranía de la mayoría».

Argumentaba el francés en su libro que uno de los peligros de los regímenes democráticos consistía justamente en hacer un uso abusivo de uno de sus pilares: el de la soberanía popular. Al elevar la voluntad de la mayoría a categoría de poder absoluto y omnipotente, a una suerte de imperio moral que se arrogaba el derecho de dirigirlo todo, se abría la puerta peligrosamente a la opresión  de los derechos de las minorías y se derivaba a fin de cuentas en un despotismo democrático que rompía no solo con la libertad de los individuos sino también con la igualdad entre ellos.

«No hay nada tan irresistible como un poder tiránico que manda en nombre del pueblo, porque estando revestido del poder moral que pertenece a las voluntades del mayor número, obra al mismo tiempo con la decisión, la prontitud y la tenacidad que tendría un solo hombre», sentenciaba.

Aunque descendiente de una familia aristocrática, De Tocqueville no buscó nunca fuera de la democracia los posibles remedios a esos peligros. Lejos de eso, estaba seguro de que los medios para atemperar esos excesos estaban en el seno de la misma democracia.

Por ello, frente al riesgo del poder omnímodo del Estado, recomendaba a los ciudadanos, entre otras cosas, abandonar la comodidad del individualismo e involucrarse activamente en los asuntos de la vida pública a través de la conformación de asociaciones civiles; agrupaciones que al defender sus derechos particulares funcionarían a su vez como salvaguardas de las libertades comunes.

Y junto a ese asociacionismo civil, como otra limitante del poder absoluto, la libertad irrestricta de la prensa.

«En nuestros días un ciudadano a quien se oprime no tiene más que un medio de defensa, que es el de dirigirse a la nación entera, y si ella no le escucha, al género humano; y no hay sino un medio para hacerlo, que es la prensa», afirmaba.

Desde las páginas de sus obras, autores como los citados nos recuerdan, ahora quizás más que nunca,  que las democracias no son regímenes acabados, que pueden corromperse y convertirse en tiranías, aun y cuando se erijan en nombre del mayor número. Y que su supervivencia en el tiempo es una labor constante que exige esfuerzo. Un trabajo en el que estamos llamados también todos y cada uno de nosotros.

El Decamerón: honrar la alegría incluso ante la proximidad de la muerte

Ernesto Mejía

Por paradójico que parezca, en estos días en que el coronavirus nos acecha o toca directamente a la puerta, el mundo se volcó en masa detrás de películas que hacen referencia a pandemias y enfermedades contagiosas.

Ya fuera como una forma de juguetear con el miedo en un ambiente controlado -el mismo principio por el cual las cintas de horror son tan populares- o porque pensaban encontrar respuestas al comportamiento de la humanidad en los grandes momentos de crisis o bien por puro morbo, millones de personas alrededor del planeta se agolparon frente a sus pantallas y se dejaron abrazar por las angustiantes imágenes de seres enfermos.

Al entrar por estos días a Netflix, por ejemplo, el usuario encontraba en la opción de las películas más demandadas sugerencias como The Flu (2013), una película coreana sobre un virus de transmisión aérea que desata el caos en el distrito de Bundang-gu, o Outbreak (1995), una producción estadounidense protagonizada por Dustin Hoffman, Rene Russo y Morgan Freeman que relata el brote, en Zaire, de un virus ficticio llamado Motaba.

La agencia de noticias EFE reseñaba incluso que Contagion (2011), una película de Steven Soderbergh, que reúne a actores como Marion Cotillard, Matt Damon, Jude Law y Gwyneth Paltrow, y que no está disponible en ningún catálogo de «streaming», se había vuelto en cuestión de meses la más demandada de los estudios Warner Bros., junto a nada más y nada menos que la franquicia de Harry Potter.

Sin embargo, frente a esa tendencia actual que, en medio de la mayor pandemia de la historia reciente, da la impresión de encontrar solaz en visiones terroríficas y hasta catastróficas, un libro, El Decamerón, de Giovanni Boccaccio, parece recordarnos que en un escenario de ese tipo lo más recomendable es hacer justamente todo lo contrario: buscar alivio en la risa, en la belleza, en el ingenio, en la bondad. En resumen, en la vitalidad.

Y Boccacio, que había atestiguado el terror de la peste negra, una de las enfermedades más devastadoras de la historia, con más de 26 millones de muertos solo en Europa, algo sabía sobre pandemias.

Concebido justo después del brote que asoló Florencia, en 1349, El Decamerón narra la historia de 10 jóvenes: siete mujeres (Pampinea, Fiammetta, Filomena, Emilia, Lauretta, Neifila y Elisa) y tres hombres (Pánfilo, Filostrato y Dioneo), que reunidos en la iglesia Santa María la Nueva y abrumados por la calamidad y la devastación, deciden aislarse en un castillo en las afueras de la ciudad. 

Una vez ahí, entre charlas, cantos, paseos y comidas al aire libre, acuerdan designar para cada jornada un rey o una reina, que tendrá la función de presidir las diversiones del grupo, y resuelven para pasar el tiempo por las tardes contar una historia diaria cada uno, para un total de 100 relatos.  

Si bien Boccaccio describe a modo de contexto en la introducción de su obra los efectos más escalofriantes de la enfermedad, así como la degradación moral de sus conciudadanos al experimentar la cercanía de la muerte, el tema de la peste queda muy pronto atrás y no vuelve a aparecer en sus páginas.

En una de sus primeras órdenes, como reina de la jornada inicial, Pampinea prohíbe incluso a los criados que están al servicio del grupo que hablen de cualquier cosa que pase fuera de la villa.

«Ordenó además, que, pasara lo que pasara, se abstuvieran de contar nada de lo que sucediese lejos de allí, a menos que aquello que dijesen fuera agradable y divertido».

Así, pues, alejados conscientemente del horror, uno tras otro los jóvenes de El Decamerón comienzan a engarzar historias de un profundo humanismo que, en contraposición con los valores y las tradiciones medievales exaltan, en cambio,  a seres comunes (campesinos, artesanos, ladrones, adúlteros)  en situaciones que oscilan entre lo cómico, lo erótico, lo picaresco y hasta lo heroico y lo virtuoso.

Por imposible que parezca, dadas las condiciones de muerte y desesperanza que imperan más allá de los límites del castillo, la pequeña comunidad opta con sus historias -que serían en su caso el equivalente de nuestras actuales películas- por celebrar el deseo, el amor, la bondad y el carácter lúdico de la vida, no por sumergirse en narraciones escalofriantes.

En sus relatos encontramos monjes que escapan de duros castigos endosándole sus faltas a sus superiores, esposos engañados que después de descubrir la infidelidad de sus mujeres terminan compartiendo mesa con sus amantes, monjas y abadesas que yacen con sacerdotes, hombres a los que sus amigos les hacen creer que están preñados con el objetivo de sacarles algún dinero, pero también nobles que son recompensados por sus buenas acciones,  hombres que se arrepienten de sus instintos asesinos y entablan amistad con las que serían sus víctimas y reyes poderosos, que aun teniendo la potestad de doblegar a sus súbditos, prefieren la nobleza y controlar sus deseos.

Obviamente, por mucho que El Decamerón, en su estructura y en su contenido, estuviera adelantado a su época, Boccaccio continuaba siendo un hombre de la Baja Edad Media. Hoy sería impensable, irresponsable incluso, aislarse completamente del mundo con el total desenfado de esa comunidad de jóvenes, sin siquiera acceder a información oportuna y adecuada. Y sabemos que, al menos en epidemias como la del coronavirus, lo mejor es quedarse en casa y no huir al campo, por la posibilidad de esparcir aún más la enfermedad.

Aún así, su obra es un interesante recordatorio de que incluso en los momentos de graves crisis sanitarias y ante la proximidad de la muerte, es preferible, en la medida de lo posible, aparcar los pensamientos más lúgubres y honrar en su lugar la alegría y la vida.  

Torcer la Historia

Ernesto Mejía/ @netomejia08

En una entrevista con el portal «La palabra universitaria», de la Universidad Tecnológica de El Salvador (UTEC),  a propósito de su nuevo libro «Los hechos en El Mozote. Una revisión histórica y antropológica» (2019), el antropólogo Ramón Rivas argumentaba que lo que el país y el mundo conocen sobre la que ha sido calificada como la peor masacre en el Hemisferio Occidental en los tiempos modernos, es solo una parte de la historia.

En la entrevista, el antropólogo reflexionaba sobre la verdad, argumentando que ninguna verdad humana es absoluta, ya que todas están cargadas de intereses personales o de grupo.

«Creo que la gente que ha escrito sobre El Mozote solo enfoca sus energías en el hecho publicado por sectores de izquierda que impulsaron una guerra no solo militar, sino diplomática y de percepciones», reforzaba.

En las primeras páginas de su libro, publicado en octubre del año pasado, Rivas narra que  la idea de escribir sobre uno de los capítulos más oscuros de la historia nacional le vino de manera fortuita mientras realizaba investigaciones antropológicas en el norteño departamento de Morazán. Ahí, comenta, mezclado entre sus habitantes, en los corredores o patios de sus casas o en medio de sus milpas, mientras los pobladores le compartían parte de su cotidianidad y de sus costumbres, así como relatos sobre su pasado, de antes y después de la guerra, fue cuando se le ocurrió «utilizar las herramientas de la antropología para revisar la historia de los pobladores» de El Mozote.

«Es necesario, ahora que aún están vivos los actores, recurrir a las fuentes históricas originales; y, con su ayuda, tratar de reconstruir los hechos», sentencia en la justificación de su investigación.

El argumento, de entrada, parece extraño toda vez que buena parte de aquellos hechos, ocurridos en diciembre de 1981, han sido reconstruidos justamente a partir de los testimonios de testigos y sobrevivientes. Sin embargo, a renglón seguido el antropólogo justifica su decisión aduciendo que el paso del tiempo ha actuado como una especie de purificador que ha permitido a los informantes «digerir» los sucesos y tener «una mayor objetividad» sobre ellos, ya «sin la pasión y emotividad de cuando era un suceso reciente».

Sea como sea, y más allá de eso, la motivación de Rivas a priori no debería de causar escándalo. Que el saber histórico es limitado y falible y por tanto está sujeto a constante revisión es una realidad incontestable. No en vano el historiador holandés Pieter Geyl afirmaba que «la Historia es ciertamente un debate sin final».

Así, pues, Rivas trata a lo largo de 269 páginas de incluir esas voces y versiones que, según él, no han sido escuchadas aún en este caso para intentar responder a una pregunta que se plantea como punto de partida: ¿Qué sucedió?

Rivas articula su investigación alrededor de 16 capítulos que, para efectos de análisis bien podrían dividirse en tres grandes partes cronológicas: del 1 al 5, que abarca desde la época precolombina hasta aproximadamente finales de la década de los 60 del siglo pasado, donde da un repaso histórico general de la zona de Meanguera y reconstruye los inicios del caserío El Mozote, dando además cuenta de las ocupaciones de los pobladores, su vida en las comunidades y su relación con la Fuerza Armada; una segunda parte que iría del capítulo 6 al 9, y que comprende a grosso modo la década de los 70, donde aborda, entre otras cosas, el surgimiento y el influjo de la teología de la liberación en la zona, la llegada de la fe protestante a Morazán y la actividad política en dicho departamento antes de la guerra; y una tercera parte, del 10 al 16, que se centra ya en la guerra civil y su impacto en la región, y donde expone las conclusiones a las que llega.

A través de ese recorrido, el autor retrata un pueblo sencillo de costumbres ancestrales que, a pesar de la pobreza y las acusadas deficiencias en servicios (sobre todo de salud y educación), llevaba una vida apacible y en armonía con el Ejército, quien desplegaba además, según sus hallazgos, un importante trabajo social en el área. Una imagen que resumiría en cierto sentido también la situación general del resto del territorio en aquel tiempo.   

«En fin, para la década de los setenta, El Salvador enfrentaba problemas comunes para los países de Centroamérica de la época, también es cierto que encabezaba el mayor crecimiento económico del istmo en el marco del Mercado Común Centroamericano, y había ciertas oportunidades de trabajo para quienes se esforzaban y el trabajo si se buscaba se encontraba… El país crecía en medio de todos los problemas, había trabajo en la campiña y seguridad en las ciudades…».

Sin embargo, esa convivencia pacífica comenzaría a trastocarse con la aparición de las Comunidades Eclesiales de Base, derivadas de las reformas religiosas impulsadas por el Concilio Vaticano II y la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que jugarían un papel importante en la organización política de los campesinos, y se perdería definitivamente con la presencia, desde mediados de los 70, de los primeros grupos guerrilleros en la zona.

En consonancia con ese relato, el autor adopta la tesis de que el estallido de la guerra obedeció no a un proceso que se fue fraguando a lo largo de decenios, potenciado por las condiciones de miseria y desigualdad, la represión de los cuerpos de seguridad y el cierre de todos los espacios políticos para la oposición (Rivas no ocupa nunca el término de dictadura militar), sino a una agresión comunista internacional, en la que las organizaciones reunidas en el FMLN desdeñaron la opción democrática y privilegiaron en su lugar la vía armada para la toma del poder.

Frente a ese ataque orquestado desde el exterior, el antropólogo presenta a la Fuerza Armada como la última línea de defensa de un Estado y un pueblo asediados. A ese respecto, llama la atención, por ejemplo, un capítulo entero de casi 30 páginas («Conflicto y destrucción continuada»), donde Rivas abandona cualquier rasgo de tono académico para acercarse al de la apología, con expresiones como las siguientes:

«En el momento de ahora, el pueblo salvadoreño respira aliviado por no estar en igual situación que los pueblos cubanos, nicaragüense y venezolano; ¿a quiénes o a qué institución agradecer por aquellos actos de valentía, de entrega y de sacrificio que derrotó la agresión comunista del 10 de enero de 1981? Es la hora de la verdad y de la paz, de la reconciliación con justicia como recién se invoca al Divino Salvador del Mundo, pero justo por ello, es la hora de reconocer el valor de la Fuerza Armada que fue el escudo protector de este pueblo…»

«Es vergonzante que no se reconozca la heroica labor que cumplió la Fuerza Armada para conservar nuestra soberanía y libertad».

Es en ese marco en el que, Rivas, quien previamente en su estudio ha enfatizado también en la violación a los derechos humanos de la población civil de los denominados territorios liberados, por parte de las organizaciones guerrilleras, al someter a sus habitantes a tareas que iban desde el avituallamiento y la atención de heridos hasta la fabricación de explosivos, y al reclutar forzosamente a sus niños y adolescentes, se lanza a presentar sus conclusiones.

En un capítulo en el que abunda en expresiones como «según algunos informantes», «por fuentes informadas», «según indagaciones de fuentes confiables», «al parecer» o «se sabe», el autor determina que las muertes de la «supuesta» masacre de El Mozote fueron en realidad el resultado de un enfrentamiento militar donde la guerrilla del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) usó a población civil como escudo humano.

Contrario a lo que consigna el informe de la Comisión de la Verdad, que asegura que en el día de inicio de la masacre había en El Mozote, aparte de sus pobladores, refugiados de zonas circundantes que huían de un operativo del Ejército —lo que explica el alto número de víctimas en un caserío que, en aquel entonces, no pasaba de 20 casas— el antropólogo sostiene que esas personas fueron llevadas ahí bajo engaños de los guerrilleros.

Basándose en las versiones de sus entrevistados, Rivas asevera que fue la Cruz Roja Internacional, infiltrada por miembros del ERP, la que convocó a los habitantes de los poblados aledaños bajo la falsa promesa de entregarles víveres y comunicarles una noticia importante. La verdadera motivación, según los hallazgos del autor, era montar una operación de repliegue de la Escuela Militar La Guacamaya, situada a unos kilómetros de distancia del caserío, ante el avance de las tropas de la Fuerza Armada.

«Al parecer la congregación de El Mozote tenía como objetivo primordial establecer un perímetro de seguridad para defender la Escuela Militar La Guacamaya, es decir, servir como elemento distractor para poder desmovilizar todos los pertrechos de guerra y al personal militar de la Guacamaya, mientras se daba la refriega y la supuesta masacre de El Mozote».

Es en esa confusión, creada por la aglomeración de civiles (donde «indiscutiblemente había elementos organizados de la guerrilla», afirma), la que se salda, según él, con la muerte de más de mil personas no combatientes.

Y agrega:

«Además, se afirma que entre los cadáveres hallados en años posteriores se encuentran cadáveres de opositores políticos de la guerrilla y de soldados y guardias capturados por la guerrilla que fueron ejecutados anterior a la supuesta masacre, y de niños que fueron asimismo masacrados en el calor del combate».

Es de hacer notar que aunque Rivas reivindica para su estudio la voluntad de rescatar las voces que, según él, no habían sido escuchadas en este caso, las versiones que presenta distan de ser novedosas. Tanto  la tesis de que en el lugar se libró un combate, como la de que los cuerpos encontrados en el caserío corresponden en realidad a los de un cementerio clandestino comenzaron a circular tan pronto como se abrió el proceso penal en octubre de 1990 y han sido parte de la estrategia de defensa de los militares que están siendo juzgados actualmente en este caso.

Ambas, por lo demás, fueron también rebatidas en el informe presentado por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), en 1992.

El análisis estratigráfico del EAAF en el sitio denominado «El Convento», para el caso, determinó, entre otras cosas, no solo que la mayoría de las víctimas eran menores de edad, con un promedio de solo seis años, sino que todos los esqueletos recuperados en el lugar, así como la evidencia asociada, fueron depositados en un mismo evento temporal, lo que descarta la teoría de varios entierros que implica la tesis del cementerio clandestino.

Asimismo, el tipo de casquillos encontrados (correspondientes a fusiles M-16), la distribución espacial de la mayoría de fragmentos de proyectiles coincidente con el área de mayor concentración de esqueletos y restos óseos en el interior de la vivienda, y el hecho de que no se encontraran fragmentos de proyectiles en las paredes externas hace tambalear la teoría de un enfrentamiento.

En el entendido de que el saber histórico es falible señalé más arriba la validez de que este sea revisado y, de ser necesario, rectificado. Sin embargo, esas revisiones no pueden hacerse de manera caprichosa ni antojadiza. Para que estas entren en un debate serio con lo que conocemos deben seguir un método y aportar evidencias empíricas que las sustenten.

El libro de Ramón Rivas falla en eso. No dudo que sus conclusiones resulten atractivas para el sector más ultraconservador de la sociedad salvadoreña, pero no alcanzan para modificar lo que, por medio de testimonios y pruebas, se ha demostrado: en diciembre de 1981, en El Mozote, hubo una masacre.

Los libros salvadoreños de 2019 que leí en 2019

Ernesto Mejía/ @netomejia08

El barbero de la villa, Víctor Mata
Una novela contra la violencia machista

El barbero de la villa, de Víctor Mata, tiene el gran mérito de abordar temas tremendamente actuales: la misoginia, el incesto, la violencia machista en sus múltiples formas, las relaciones homosexuales, la hipocresía social.

Ambientada en un villorrio imaginario, que podría ser casi cualquier ciudad del occidente de El Salvador, la novela, ganadora del premio Hugo Lindo 2018, de la Universidad José Matías Delgado,  relata la historia de don Luis Josefo, un hombre viudo y acomodado, de avanzada edad, que carcomido por la soledad, busca una mujer con la cual casarse y pasar los últimos años de su vida.

Alentado por el barbero del pueblo, fija sus ojos en Lili, una joven en sus 20, hija única de un matrimonio acosado por una espantosa deuda que mantiene con don Torcuato, el acaudalado y corrupto empresario local que construye casas para venderlas a plazo.

Luego de hablar con sus padres y obtener permiso para cortejarla, don Luis Josefo y Lili arreglan un matrimonio de conveniencia que, de forma tácita, le permite al viejo sortear la soledad y a la joven obtener los recursos suficientes para salvar la complicada situación de sus progenitores.

Sin embargo, Lili, que solo ha aceptado aquel trato por las presiones de sus padres, esconde bajo su apariencia de esposa recta y piadosa joven de misa diaria, sus verdaderos sentimientos: su pasión amorosa por Rosa, la atormentada hija de don Torcuato con quien ha mantenido desde su adolescencia una relación lésbica.

A partir de ahí, Mata construye con una prosa ágil y simple una historia truculenta de maltratos, violaciones, chantajes, venganzas y asesinatos  que retrata la violencia diaria del país, y con especial énfasis aquella que suele ensañarse contra las mujeres.

El barbero de la villa es una novela  que asume el riesgo de medirse a temas complejos; algo que resuelve con bastante solvencia, salvo aquí y allá con ciertos diálogos, situaciones y personajes que resultan demasiado caricaturescos.

Con todo, la obra se alza como un interesante alegato contra la violencia machista.


Ansiedad, Julio Argüello
El rostro desesperado de la pobreza

Ansiedad es una novela corta que bien podría ser un cuento. Su autor, Julio Argüello, narra en sus páginas un drama de pobreza, delincuencia y violencia muy parecido al que viven en carne propia millones de centroamericanos, sobre todo aquellos que pueblan el Triángulo Norte del istmo.

Angustiado por las numerosas deudas y el costoso tratamiento médico de su hija de tres años, el cual consume buena parte de sus limitados ingresos, Walter, un empleado de un centro de llamadas, se ve orillado a aceptar un turbio negocio que le propone su vecino, Gerson.

Para Walter que, recién ha debido enfrentarse a un pandillero que trató de asaltarlo, el encargo, en principio, le parece fácil. Su único trabajo consistiría en manejar de noche hasta un determinado punto de una carretera, donde Gerson con otro hombre interceptarían un camión al que pretenden robar. Al regreso, si todo sale como planeado, recibiría su paga.

Las cosas obviamente no son tan sencillas y en el camino comienzan a torcerse. Si bien Walter logra milagrosamente -de forma inverosímil casi- salir bien librado de la situación, el peligro constante que acecha las calles de la ciudad y somete a sus habitantes saldrá también a su encuentro y no lo dejará indemne.

Una historia cruda, como cruda es la realidad de los países del área, que podría, incluso, haber revestido una mayor fuerza de no ser por ciertos puntos flacos: unos personajes no siempre bien dibujados, algunos giros que resultan difíciles de creer y el tono moralizador de sus últimas páginas.


Alejandro Ayalá, ¡Con las faldas bien puestas!
El retrato de una mujer valiente

Alejandro Ayalá, seudónimo de Douglas Alejandro Tobar, realiza en su primera novela ¡Con las faldas bien puestas! un loable ejercicio de rescate de la memoria histórica al tratar de acercar al gran público la figura de la mítica defensora de los derechos de las mujeres, Prudencia Ayala.

Narrada en primera persona, asumiendo la voz de Ayala, la obra guía al lector a través de la agitada vida de esa especie de primera activista feminista salvadoreña: desde su nacimiento, en Sonzacate, en 1885, y las apretadas condiciones económicas de su infancia, pasando por su mudanza a Santa Ana, su creciente fama de vidente y su acercamiento al esoterismo, lo que le granjeó el mote de la Sibila santaneca, hasta su trayectoria periodística, sus encarcelamientos y, desde luego, su postulación, en 1930, como candidata a la presidencia de la República, la primera mujer en hacerlo en Latinoamérica, en un tiempo en que las mujeres no tenían ni siquiera el derecho a voto.

Aunque en la recta final, desde el momento del rechazo oficial de la candidatura de Ayala hasta el año de su muerte, en 1936, la obra cae en un bache donde la figura del personaje principal llega incluso a difuminarse por completo en  detrimento de los sucesos del 32 y de una cansina sucesión de juicios de valor, en términos generales ¡Con las faldas bien puestas! aborda con el debido rigor histórico la trayectoria de una mujer valiente que desafió todos los convencionalismos de su época.

Es una lástima, sin embargo, que su edición esté tan poco cuidada y las páginas de la novela abunden en errores ortográficos, un mal uso de los signos de puntuación y un inadecuado empleo de los tiempos verbales, entre otras faltas, que hacen trabajosa por ratos su lectura.


De los problemas de enamorarse, Ana Escoto
Como el enamoramiento mismo

De la colección de 24 cuentos cortos que componen De los problemas de enamorarse, de Ana Escoto, acaso lo más destacado sea la voz de la narradora. Una voz saltarina; juguetona, a veces; melancólica, otras; jodiona también que evoluciona, se transforma y vibra en función de las situaciones que retrata y de las muy particulares relaciones de pareja que aparecen en cada una de sus historias.

Porque como si de un bestiario se tratara, por sus páginas desfilan toda suerte de especímenes masculinos: hombres con bonita letra, músicos con nombres rusos, daltónicos, que ríen, que tienen ojos grandes o la verga rara, que cantan mientras cocinan y con los cuales la narradora tiene encuentros y desencuentros, complicidades, embelesos, embrollos, despedidas y todas esas vueltas y vericuetos que suelen venir con el enamoramiento.

Pero a pesar del torbellino de emociones que muchos de ellos desatan en la narradora, que es también la protagonista, los hombres de esas páginas no dejan de dar la impresión de ser solo unos actores secundarios, parte del decorado de una sucesión de escenas donde lo verdaderamente importante es esa voz femenina que reivindica su sexualidad y su deseo, que se divierte incluso con las inseguridades de sus contrapartes masculinas y que, más allá de sus propios dolores o miedos, deja siempre patente su voluntad de irse o permanecer.

De los problemas de enamorarse se convierte así en una entretenida aproximación a esa usualmente efímera fase posterior al flechazo inicial, una aproximación hecha desde la sensible y a la vez punzante mirada de una narradora que conduce al lector por las subidas y bajadas de una especie de montaña rusa. Como el enamoramiento mismo.

Fantomas, el primer gran asesino múltiple de la literatura

Ernesto Mejía / @netomejia08

Mindhunter, la popular serie de Netflix, dirigida entre otros por David Fincher, presenta el momento en que el ahora archiconocido término «asesino en serie» ve la luz, como un chispazo surgido en medio de una lluvia de ideas.

En ese instante, recreado en el capítulo 9 de la primera temporada, los cuatro integrantes de la recién fundada Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI, reunidos en el sótano que les ha sido asignado en el edificio de la agencia federal, en Quantico, Virginia, buscan una etiqueta para hacer una separación entre asesinos que, a su juicio, muestran un patrón criminal diferente.

«Necesitamos una terminología para distinguir a (Ed) Kemper de (Richard) Speck», exclama la doctora Wendy Carr,  un personaje basado en la investigadora de la vida real Ann Burgess.

Comienza entonces un breve intercambio de impresiones hasta que Bill Tench, que está basado a su vez en el agente Robert Ressler, asegura:  «… pienso que asesino en secuencia está mal para alguien como Kemper. Se siente demasiado cadencioso.

«Debe sentirse como una historia larga, continuamente actualizada», interviene Holden Ford (John Douglas, en la realidad).

«Una serie de asesinatos», agrega Tench/Ressler. Y finaliza preguntando: «¿Un asesino en serie?»

«Eso está mejor», concluye Carr/Burgess.

Sin embargo, de acuerdo con sus memorias, retomadas en parte por el libro «Sons of Cain», del historiador Peter Vronsky, Ressler recuerda el momento en que el término le vino a la mente como una revelación todavía mucho más íntima.

El agente se encontraba dando unas conferencias en una academia de Policía, en Inglaterra, en 1974, cuando escuchó la descripción de  unos crímenes que parecían ocurrir en series.

Según Vronsky, a Ressler aquello le recordó el término que se usaba en el cine en las décadas de los 30 y los 40 para designar a las películas cortas y en episodios que se proyectaban los sábados por la tarde: «aventuras en serie».

Atraído por aquellos finales inconclusos, el público se volcaba en masa, semana tras semana, a los cines ya que en lugar de encontrar en ellos una conclusión satisfactoria, estos incrementaban la tensión en la audiencia.

«Del mismo modo, Ressler pensó, después de cada homicidio, los asesinos en serie experimentan la tensión de un final en suspenso y el deseo de cometer un asesinato mucho más perfecto que el anterior, uno que esté más cerca de su fantasía. En lugar de sentirse satisfechos cuando matan, los asesinos en serie se sienten obligados a repetir sus asesinatos en un ciclo, un patrón de asesinatos parecido a los finales en suspenso de las películas en serie.  ‘Asesinatos en serie’, Ressler argumenta, era un término muy apropiado para los compulsivos homicidios múltiples con los que creía estar tratando», escribe Vronsky.

Más allá de cómo haya sucedido, y aunque el término ya había sido empleado antes por otras personas en épocas anteriores, hoy parece haber un consenso en indicar que fue Ressler el primero en utilizarlo en su acepción moderna y en popularizarlo entre las fuerzas policiales en Estados Unidos, desde donde dio, por supuesto, el salto hacia la cultura de masas.

Su definición aún así ha sido esquiva y ha variado en múltiples ocasiones en función de los autores y de los expertos que han abordado el tema. Al punto que el FBI debió celebrar, en 2005, en San Antonio, Texas, el denominado Simposio sobre Asesinos en Serie, un esfuerzo multidisciplinario que buscaba llegar a un consenso, tanto sobre la definición, como sobre los conocimientos que se habían adquirido en la materia.

Desde entonces, por encima de las motivaciones de los perpetradores, que pueden ser variadísimas, la agencia federal define a dichos homicidios únicamente como «El asesinato de dos o más víctimas por el mismo o los mismos criminales en eventos separados».

Algo que los distingue, por ejemplo, de los asesinos relámpago (spree killers), que si bien cometen también múltiples homicidios, estos son realizados en períodos muy cortos de tiempo (a veces horas), y de los asesinos en masa, que los cometen en una sola acción aislada y en un solo lugar.

Ya sea por su actuar retorcido o por los intrincados patrones que utilizan para cometer sus homicidios, ningún otro tipo de criminal ha despertado tanta curiosidad entre el gran público, en las últimas cuatro décadas,  como los asesinos seriales. Una extraña fascinación que se ha traducido en infinidad de películas, series y libros que han abundado en la vida y obra de criminales reales o ficticios.

Obviamente que la existencia de ese tipo de homicidas se remonta a mucho antes de que hubiera un término específico para designarlos y a que el mismo se masificara.

Así, si bien el primer asesino en serie de la historia del que se tiene registro parece haber sido Gilles de Rais, un noble y militar francés del siglo XV que mató a al menos un centenar de jóvenes, el primero en volverse realmente un fenómeno mediático fue, sin duda, Jack El Destripador, un asesino nunca identificado que asoló las calles de Londres, en 1888.

Mientras que en la ficción, por su parte, esa dudosa distinción recaería sobre Fantomas, que aunque no del todo puro, pues muchos de sus crímenes lo acercan al asesinato en masa, sería el primer homicida en serie de la literatura. O por lo menos su primer gran antecedente.

Creado en 1911, por los franceses Marcel Allain y Pierre Souvestre, Fantomas representa un paso de transición entre los antagonistas de la novela gótica y los villanos modernos. Es decir, el giro de un momento en el que la maldad deja de representarse en seres sobrenaturales para materializarse en personajes de carne y hueso.

Cierto es que con anterioridad ya habían existido célebres criminales literarios que habían anunciado dicha transformación (Rocambole, de Ponson du Terrail; Arsenio Lupin, de Maurice Leblanc; Zigomar, de Léon Sazie) pero hasta entonces ninguno había sido tan despiadado ni sanguinario como él.

Solo en el primer libro, de los muchos que componen su extendidísima saga, Fantomas asesina a cinco  personas; y de las más variadas maneras: degollando a una víctima, asestándole un golpe con un martillo a otra y luego estrangulándola, hundiéndole un cuchillo en la nuca a un tercero, etc. Y aunque no muy claro, se deja entrever que es también el causante del naufragio del Lancaster, un barco con 150 pasajeros a bordo que estalla en altamar. Algo que, por lo demás, va en sintonía con otros de sus posteriores asesinatos en masa, como el que comete en el libro octavo (La hija de Fantomas) donde inocula los gérmenes de la peste a unas ratas a bordo del buque British Queen y luego admira cómo los 500 viajeros sucumben ante la plaga.

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Cuál es la verdadera identidad de este homicida es todo un misterio, toda vez que para cometer sus crímenes asume las más variadas personalidades: vagabundo, noble, hombre de negocios, camarero. De hecho,  ante la imposibilidad de reconocer los verdaderos rasgos de esa amenaza siempre latente, los demás personajes se limitan a llamarlo solo por motes que dan cuenta del terror que inspira: «El inatrapable», «El maestro del horror», «El rey del espanto», «El verdugo» o «El emperador del crimen».

Aunque en algunas de las novelas, se refiere que Fantomas es un archiduque alemán de nombre Juan North, en la primera obra se le identifica simplemente como Gurn, un antiguo sargento de artillería que participó en la Guerra de los Boers en Sudáfrica, y quien luego de recorrer mundo termina involucrándose en una relación adúltera con la aristócrata inglesa lady Maud Beltham, esposa de Lord Beltham, su superior durante la guerra y, a la postre, una de sus tantas víctimas.

Si su identidad es un misterio, sus motivaciones son igualmente nebulosas. En la mayoría de ocasiones, Fantomas parece movido por la codicia, en otras por la venganza. Y en otras más por la gratuidad o el temor de ser descubierto.

De este criminal, del cual no se da nunca una descripción física precisa, sobresalen más bien sus rasgos sicológicos o de personalidad: su astucia; su refinamiento; su carisma; su frialdad; su falta de arrepentimiento; su desdén por la ley y la moral; su sadismo, propio de un sociópata; su regocijo ante sus asesinatos.

En el capítulo vigésimo sexto de la primera novela, por ejemplo, luego de abordar un tren en movimiento y lanzar por la ventana, a las vías del ferrocarril que viajan en sentido contrario, a un hombre que poseía una prueba que podía inculparlo, se congratula:

«¡Pardiez! ¡Bien había dicho yo que el buen hombre no perdería su tren! Dentro de cinco minutos lo alcanzará; dentro de cinco minutos, maletas, cadáver y toda la barahúnda serán aplastados, ¡lo que viene a pedir de boca!»

A pesar de esa violencia y esa crueldad hasta entonces inéditas o quizás a causa de estas, Fantomas cultivaría un éxito inmediato en todos los estratos de la sociedad francesa. Tan es así que Fayard, el editor de Souvestre y Allain, les impondría un contrato brutal. Entre 1911 y 1913, los escritores coproducirían un total de 32 novelas, a razón de más de una por mes.

Aún más, la irrefrenable popularidad del personaje, alimentada también por la película en serie rodada por esos años por Louis Feuillade, haría incluso que Allain escribiera en solitario otros 12 volúmenes adicionales tras la muerte de Souvestre, en 1914.

Para cuando Allain falleció, en 1969, Fantomas no solo había recibido el aplauso generalizado de poetas y artistas, sino que había ejercido una innegable influencia en infinidad de villanos desde los antagonistas de las revistas pulp estadounidenses y los cómics, hasta los enemigos de James Bond, y había allanado el camino para el surgimiento de los más sofisticados asesinos en serie de la ficción como Hannibal Lecter, John Doe, de la película Seven, o Dexter.

Quizás, al final, la sorprendente fascinación popular que en su tiempo provocó el personaje creado por Allain y Souvestre, más allá de su dudosa calidad literaria, haya radicado en el reconocimiento explícito de que el mal es ubicuo y podía residir en un personaje humano, tan humano como cualquiera de los cientos de miles de lectores que periódicamente compraban las novelas.  Y, por supuesto, en el miedo que esa idea generaba.

No en vano las primeras líneas de la monumental obra de los dos escritores galos rezan así:

– ¡Fantomas!

– ¿Qué dice usted?

– Digo … Fantomas.

– ¿Qué significa eso?

– ¡Nada … y todo!

– Pero ¿quién es?

– ¡Nadie … y, sin embargo, alguien!

– En fin, ¿qué hace ese alguien?

– ¡Miedo!

Moronga, un envejecimiento marcado por la violencia y el desarraigo

 

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Ernesto Mejía / @netomejia08

21 años han pasado desde que el machacón monólogo de Edgardo Vega, el infame protagonista de El asco, irrumpiera como una soberana trompada en la escena literaria de El Salvador.

De aquella rabia, rastreable también en otras obras de la producción más temprana de Horacio Castellanos Moya, poco queda ya en Moronga (2018), su más reciente novela.

Transcurridas más de dos décadas, los nuevos personajes del literato salvadoreño aparecen definidos no solo por otras emociones y estados de ánimo, sino que enfrentados a contradicciones internas cada vez más complejas, lo que los vuelve, sin duda, más profundos y más interesantes.

«Es cierto, los personajes han envejecido. Y en la medida en que han envejecido, han perdido un poco de rabia y han ganado más pesimismo. Y en la medida en que han ganado más pesimismo y se han alejado, tienen mayores problemas de identidad, de pertenencia, de definición de sí mismos y una relación más conflictiva con el país. Sobre todo con su memoria del país», admite el novelista.

Así, los dos grandes protagonistas de Moronga, ambientada en 2010, en la ficticia ciudad universitaria de Merlow City, Wisconsin, Estados Unidos, son seres cruzados por profundas culpas y miedos; personajes desterrados, perseguidos por terribles recuerdos, que han huido o han sido expulsados de su país de origen pero que tampoco han logrado adaptarse a la nueva sociedad en la que han desembarcado ni a la ética calvinista que la rige.

Quizás no haya mejor manera de sintetizar esa inadaptación como cuando uno de los personajes de la novela exclama:

«.. a mis casi cincuenta años estaba íngrimo en un pueblo perdido del Medio Oeste, vaya miseria mía, como palmera enana en la estepa del norte…»

Enmarcado en esas descarnadas diferencias culturales, que inevitablemente hacen pensar en Max Weber, el primero en aparecer es José Zeledón, un exguerrillero salvadoreño que, desde hace aproximadamente una década, lleva una vida discreta en Estados Unidos, donde se ha amparado al estatus de protección temporal (TPS, por sus siglas en inglés).

Frío y reservado, Zeledón se muda de Texas a Merlow City, donde encuentra un trabajo como conductor de un autobús escolar y hasta donde lo persigue, como no podía ser de otra manera, la culpa derivada de las maldades cometidas durante la guerra civil; una culpa que trata de anestesiar por medio del silencio y un compulsivo consumo de series de televisión.

En esa ciudad, en la que pronto entrará en contacto con un antiguo compañero de armas, ligado ahora a un cartel mexicano de la droga, Zeledón coincidirá con otro salvadoreño, Erasmo Aragón, un periodista y profesor universitario, paranoico, dicharachero y medio charlatán que estudia los cables desclasificados de la CIA sobre el poeta Roque Dalton.

Echando mano de una depurada técnica donde sobresale el uso de un estilo ágil, cortante, telegráfico, incluso a ratos, para construir la voz de Zeledón; y el de uno febril, verboso y atropellado para la de Aragón, Castellanos Moya entreteje el inevitable cruce de esas dos existencias con el hilo de la violencia.

Por ello, la tercera ventana que cierra la estructura tríptica del libro se presenta bajo la forma de un expediente judicial, un documento que remite a El Salvador, claro, (tema querido como el que más por el novelista), pero también al Triángulo Norte de Centroamérica, devorado por las nuevas dinámicas de esa bestia ancestral: las pandillas, el narcotráfico, el sicariato.

Dice Castellanos Moya, retomando una idea de Octavio Paz, que el escritor necesita de una herida que le permita seguir escribiendo. En su caso, Esa herida que no ha cicatrizado, a lo largo de más de 20 años, ha sido El Salvador.

«Cuando acabe la violencia en El Salvador yo ya no voy a escribir más de eso. Pero la violencia es nuestra. La literatura no puede decir que el salvadoreño es como un sueco o un suizo. La literatura refleja el mundo del que sale. Pero tiene un pie en el suelo. Y eso es la realidad en la que estamos», refiere.

Pero Moronga es más que violencia y desarraigo; es también una crítica apenas velada contra la hipócrita moral estadounidense, el encuadramiento de la vida de sus ciudadanos y contra una vigilancia electrónica y tecnológica que se ha vuelto cada vez más intrusiva.

Todo empacado bajo el distintivo sello de la casa: la provocación. Piénsese sino en el título: Moronga, la morcilla para los hablantes de fuera de la región; una palabra polisémica, con obvias connotaciones sexuales, que, desde su literalidad (una salchicha de sangre de cerdo), alude también a los rasgos físicos de un personaje clave en el desarrollo de la historia y, por tanto, a su apodo, pero también a la cultura de sangre y violencia de los países del norte de Centroamérica.

Una mezcla de ingredientes que ayudan a Castellanos Moya a firmar, casi sin asomo de duda, una de sus mejores novelas hasta la fecha.

Jaime Suárez Quemain, la poesía truncada

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Ernesto Mejía / @netomejia08

Como parte de una agenda de eventos artístico-culturales, iniciada en enero pasado, el Club Social La Dalia proyectará este viernes el cortometraje canadiense «Las calles de San Salvador» (1992), de Pierre Marier y Víctor Regalado, y producido por el cineasta quebequense, Sylvain L’Espérance.

Aunque el filme es una obra sin mayor estructura narrativa que, como su nombre lo indica, se limita prácticamente a ser una sucesión de tomas de las calles de la capital, este tiene dos méritos fundamentales: el primero es el de retratar la ciudad en ese momento exacto del inicio de la posguerra,  y el segundo, no menos importante, salvar del olvido la calidad literaria del poeta y periodista salvadoreño, Jaime Suárez Quemain. El título del cortometraje es, de hecho, una alusión directa a uno de sus poemas.

Tomando en cuenta que el terrible y trágico final de Suárez Quemain no solo cortó de tajo la evolución de sus letras, sino que corrió un injusto velo de olvido sobre su obra poética, este no es, pues, un valor  menor. A este poeta se le conoce poco hoy y es casi seguro que a las nuevas generaciones su nombre no les diga nada. Y, sin embargo, al momento de su asesinato, en 1980, sus escritos habían alcanzado ya un nivel sobresaliente.

Nacido en 1949, Suárez Quemain, hijo del campeón de boxeo Alex C. Suárez, destacaría desde muy temprano en el panorama de las letras salvadoreñas, ganando algunos premios en certámenes estudiantiles a inicios de la década de los 70. En concordancia con esas inquietudes literarias, el joven ayudaría a dar vida, en ese mismo decenio, al célebre grupo La Cebolla Púrpura, por donde desfilarían escritores como: Rigoberto Góngora, David Hernández, Jorge Morazán, Alfonso Hernández, Mauricio Vallejo, Humberto Palma, los hermanos Geovani y Marvin Galeas, y José María Cuellar, muchos de ellos asesinados o muertos durante la guerra civil.

Junto a su actividad como literato, y después de haber laborado en el Ministerio de Educación y en agencias de publicidad, Suárez Quemain se haría un nombre también como jefe de redacción del periódico La Crónica del Pueblo, desde donde criticaría abiertamente las violaciones a los derechos humanos de los dos últimos gobiernos militares del país.

Sería justamente esa actividad la que le costaría la vida. Luego de recibir amenazas y sufrir algunos atentados en el periódico, de los cuales saldría ileso, el 11 de julio de 1980, mientras conversaba en el interior del café Bella Nápoles, con su amigo César Najarro, un fotógrafo que también había trabajado en La Crónica, unos hombres vestidos de civil entrarían a apresarlos y se los llevarían.

Los cuerpos de ambos, con evidentes signos de tortura y cercenados, serían encontrados al día siguiente en el municipio de Antiguo Cuscatlán.

Su muerte, al igual que lo que ocurriría con muchos otros poetas de su generación asesinados por agentes del Estado o por fuerzas paramilitares: Lil Milagro Ramírez, Nelson Brizuela, Delfina Góchez Fernández, por mencionar algunos, dejaría buena parte de su obra inédita o dispersa en periódicos y revistas, y truncaría lo que parecía una prometedora carrera literaria.

La cruenta persecución de esa generación, privaría, además, al país de una importante camada de escritores y dejaría, por tanto, un hueco irreparable en las letras nacionales.

En una entrevista con la desaparecida Revista Dominical, de La Prensa Gráfica, el miembro de la Generación Comprometida, José Roberto Cea, recordaba que el asesinato de Suárez Quemain imprimiría una huella de miedo tan profunda en el colectivo de escritores, que la cultura de los cafés literarios en el centro de la ciudad, esa costumbre iniciada aquí en la década de los 50 y que reunía en alegres y extendidas tertulias a los más variados intelectuales, también se diluiría en el país. «Después de la desaparición de Suárez Quemain, ya no podíamos ir a los cafés, la situación era muy difícil», rememoraba Cea.

El Salvador entraba en su noche más oscura. Y en esa vorágine acabarían prácticamente por perderse los versos de Suárez Quemain.

Puede que, como otros poetas han indicado antes, su poesía fuera poco elaborada, pero en los escritos del autor, disponibles aquí y allá, se trasluce esa potencia combativa y honesta, una fuerza visceral directa y punzante que lo mismo es capaz de enternecer que de exaltar y no deja a ningún lector indiferente.

Como incómodo espectador y protagonista de su tiempo, los versos limpios y claros de Súarez Quemain, que a ratos recuerdan a los de sus hermanos mayores consolidados en la Generación Comprometida, retratan una época amarga donde sobrevuela, sin embargo, la esperanza de un futuro más promisorio.

Por eso, y por la ofrenda de su vida, sus poemas no deberían de ser olvidados.

 

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Quiero de ti un testigo lúcido (fragmento)

Con el tiempo

desde la escuela tratarán de “educarte”

-es decir: domesticarte-

por suerte hay medios para evitar la trampa.

Te dirán que el mundo

se divide entre vivos y tontos.

Nada más falso, niño mío.

En el hombre sólo hay dos alternativas:

es libre o no lo es.

Con esto quiero decir

que eres tú quién decide.

Es tan sucio el que pone las cadenas

como el que las acepta como algo sin remedio.

Cuando asistas a la universidad

ten presente

que manos de albañiles la construyeron,

que detrás de cada libro

hay manos de tipógrafos que, aunque no te conocen,

piensan en tí en cada letra que colocan,

que detrás de una regla de cálculo,

de una probeta

y hasta del lápiz que ocupes: hay manos obreras.

No los defraudes volviéndoles la espalda.

Si algún día te toca

anteponerle a tu nombre

la palabra “doctor” o “licenciado”

que no sea para estar en alianza con el gángster.

 

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Las calles de San Salvador

Las calles de San Salvador jamás serán desmemoriadas,
saben contar sus muertos
y las sombras para siempre pegadas al asfalto
todo lo televisan y lo archivan
con las fechas exactas y sus gritos,
con los cuadernos en busca de sus dueños,
con el hambre asfixiada por las tanquetas,
con la incertidumbre del próximo cateo,
con la consigna que se quedó en proyecto,
con el verde muerte de los fanáticos del orden,
con la rabia secreta de un spray clandestino,
con los huesos de sus transeúntes.
Las calles de San Salvador sí que recuerdan sus balazos
y los nombres completos de sus víctimas,
con una memoria de elefante
saben llevar sus estadísticas: el nombre y el lugar,
la angustia y el motivo,
la irracionalidad de los que mandan
y hasta el último grito de los muertos.
De todas sus paredes se desprenden mensajes
que llenan la ciudad de rebeldía
que se meten en todos los hogares
formando un ventarrón de esperanzas libertarias.
Las calles de San Salvador jamás serán desmemoriadas
porque un día hablarán serenamente justicieras,
una por una hablarán
y no habrá quien eluda sus miradas
Espontáneas
Se ofrecerán para servir de paredones
no en plan de venganza
sino para limpiar con justicia obrera
el terreno donde construiremos el mañana.

 

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Un round a tu recuerdo

 

Siempre me opuse a caminar

con tu estatura en el ojal de la camisa

—simple cuestión de orgullo.

De allí proviene el hecho

de entregarte tan tarde este poema,

por lo que pasa a ser

algo así como un telegrama rezagado.

La verdad es

que de momento

se me vino a los ojos tu palabra,

llena de la humildad

que cubría el eco de tu nombre.

Vino así,

no sé cómo,

sin llamar a la puerta,

simplemente

tomó mi dolor entre sus brazos

y me llevó hasta la vieja casa,

al canapé donde solías hacer la siesta

y fumabas tu tristeza.

Eran los días en que clinchabas tu presencia

con el rostro de un niño que tenía

doce años jugando entre otras manos,

y contabas tus hazañas en el ring del mundial

cuando el boxeo era boxeo

y no una exhibición amanerada.

Ahora, viejo,

las cosas han cambiado.

Ya quedó atrás el muchachito

que contempló tu muerte;

la vida me hace madurar a bofetadas.

Pero no creás

que doy con los dientes en el polvo;

como vos

pienso que es permitido doblarse

pero no partirse.

Y ahí voy, caminando,

finteándole a la vida su amargura,

cuidándome de los golpes a los bajos, tratando

de terminar en pie este largo round.

Aunque a veces, te confieso,

he llegado a flaquear,

a quedar groggy

y querer tramitar un suicidio voluntario.

Pero basta un vistazo a tu retrato

y ya no hay vuelta de hoja:

sé que dejaste tu punch sobre mi verso,

y jab a jab

iré elevando mi nombre hasta tu nombre.

Viejo,

tengo una deuda contigo…

me querías ingeniero

y te salí poeta,

porque no es cosa de ir por allí

soportando un disfraz que desentona.

Con vos pasó lo mismo,

te querían curita

y saliste campeón de box ¡Y qué campeón, carajo!

Perdoná que te quite “tu tiempo”,

pero a veces,

cuando estoy tan solteramente solo

y me urge hablar con alguien,

se me viene a los ojos tu palabra.