Laurence Tribe y su intento de conciliación en el tema del aborto

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Ernesto Mejía / @netomejia08

En 1973, luego de haber sido debatido infructuosamente en dos ocasiones en los dos años anteriores, la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos daría su resolución sobre el caso Jane Roe vs Henry Wade. Los dos nombres que aparecían en oposición en ese caso y que se volverían un referente en la historia de la jurisprudencia de ese país, si bien aludían a personas concretas, en el fondo representaban más bien la colisión de dos derechos individuales en apariencia irreconciliables que polarizarían el panorama político estadounidense en las décadas siguientes: el derecho a la privacidad y a la autonomía de la mujer frente al derecho a la vida de los fetos.

Jane Roe no era un nombre real. Era el seudónimo de una mujer de Texas,  Norma McCorvey, quien alegaba haber sido víctima, en 1969, de una violación grupal de la que había resultado embarazada. Dado que la ley del estado, vigente desde 1857, que establecía como un delito la realización de un aborto salvo cuando se hiciera bajo consejo médico para salvar la vida de la madre, le impedía interrumpir su propio embarazo,  McCorvey había decidido impugnar la legislación en beneficio de las demás mujeres.

Henry Wade, por su parte, era el nombre real del fiscal del condado de Dallas. Sin embargo, en el caso en cuestión, más que sus poderes ejecutivos los intereses que entraban en conflicto con los de Roe/McCorvey eran los de los no nacidos, puesto que los habitantes de Texas habían decidido, por medio de su Asamblea Legislativa, proteger las vidas de los fetos.

Ante ese choque de intereses, en una votación de siete jueces contra dos, el máximo tribunal estadounidense resolvería el 22 de enero de ese año que la decisión de una mujer de interrumpir o no su embarazo era un derecho fundamental, parte del «derecho a la privacidad», lo que implicaba que el gobierno no tenía la capacidad de interferir en él a menos que hubiera una razón «imperiosa» para hacerlo.

En su sentencia, aplicable desde entonces a toda la Unión Americana, los jueces establecerían el ya célebre marco trimestral, según el cual en los primeros tres meses de un embarazo, el gobierno no podía intervenir en la decisión de una mujer de interrumpirlo, salvo en el hecho de insistir en que el procedimiento fuera realizado por un médico con licencia. En el segundo trimestre, la facultad estatal de regular el aborto se reducía  únicamente a la preservación y protección de la salud de la mujer (es decir garantizar que la interrupción fuera realizada de manera segura). Mientras que en los últimos tres meses, ya que el feto es viable fuera del útero materno, la protección de su vida se convertía sí en una razón apremiante para el gobierno, por lo que su intervención en esta etapa se encontraba totalmente justificada.

Quizás como nunca antes de ese momento, la polémica sentencia haría que desde entonces la opinión pública de Estados Unidos sobre ese tema se dividiera en dos campos antagónicos muy bien delimitados en torno a la vida y a la libertad en los que no existía ninguna posibilidad de consenso.

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La noticia de la resolución Roe apareció en la portada del NYT, en enero de 1973.

Publicado originalmente en la encrucijada de 1991, cuando la reconfiguración de la Corte Suprema de Justicia, con el ascenso de nuevos magistrados con un perfil más conservador, hacía pensar en la posible desestimación de la sentencia Roe, «El aborto: guerra de absolutos», de Laurence H. Tribe —ampliado luego en 1992— es un análisis exhaustivo no solo de esa resolución y de ese momento histórico, sino de un conflicto que en su expresión más virulenta se mantendría al menos hasta el dictamen de otro caso sonado: el Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania vs Casey (1992).

Aunque en este último, la corte conservaría —por muy poco— intacta la esencia de Roe, cuatro de nueve magistrados dejarían en claro en ese caso su insistencia en desestimar por completo la  resolución inicial de 1973. Era la primera vez desde su promulgación que Roe encontraba una oposición tan grande al interior del máximo tribunal. El peso de los jueces más conservadores se haría sentir, de hecho, en la sentencia final de Casey que aunque ratificaría el derecho de cualquier mujer a interrumpir su embarazo, introduciría nuevas regulaciones.

Para el caso, los jueces harían a un lado el marco trimestral de Roe y lo remplazarían por la norma de «carga indebida», lo que implicaba que las legislaciones estatales tenían la capacidad de introducir, en la fase anterior a la «viabilidad» del feto,  ciertas restricciones, siempre y cuando estas no representaran un obstáculo insalvable a la libertad de la mujer de interrumpir voluntariamente su embarazo.

En la demanda en cuestión, avalarían constitucionalmente, por ejemplo, algunos requisitos que la impugnada ley de Pennsylvania ya contemplaba: un período de espera de 24 horas antes de realizar el procedimiento, una cláusula de consentimiento informado que obligaba a los doctores a explicar los riesgos a la salud que el aborto conllevaba; y el consentimiento de al menos uno de los padres en el caso de ser una menor de edad la que se practicara el procedimiento. Todo lo cual significaría una tibia victoria para el bando «provida».

Desde entonces, como lo explica Tribe en el prólogo para la edición en español, publicada por primera vez hasta en 2012, la Corte Suprema no intervendría para establecer alguna otra prohibición notable más que en el caso Gonzales vs Carhart (2007), en el que los jueces vedarían el método del «aborto con nacimiento parcial», uno de los procedimientos más utilizados, hasta ahí, durante el segundo trimestre del embarazo.

El autor cree que el que los estados ganaran, a lo largo de esa historia de 40 años, una mayor autonomía con respecto a la resolución inicial de Roe, a través de sentencias como las de Casey o Carhart, que les permitieron abordar el aborto desde la particularidades de sus comunidades e imponer regulaciones en concordancia con ellas, pero manteniendo intacto el principio del derecho de la mujer a interrumpir su embarazo, hizo que muchos estadounidenses se resignaran al statu quo y se entrara al final en una especie de tregua entre los dos bandos en disputa.

Algo que no conjura, por supuesto, la posibilidad siempre latente de que en un futuro una corte mayoritariamente conservadora busque debilitar aún más o incluso invalidar en su totalidad el fallo de Roe vs Wade.

Si bien el énfasis principal de «El aborto: guerra de absolutos» está centrado sobre todo en la realidad y en el marco legal estadounidense, sería injusto decir que se trata únicamente de un análisis jurídico de dicho fenómeno circunscrito a ese país. El libro de Tribe, uno de los más importantes constitucionalistas de Estados Unidos, profesor de la Escuela de Leyes de la Universidad de Harvard y de la Universidad Carl M. Loeb, es una obra abarcadora donde igual aparecen y discuten entre sí argumentos legales, médicos, filosóficos, morales, sociales y teológicos, y donde se dibujan nociones como la equidad de género, la autonomía de las mujeres y las relaciones de poder.

Buena parte de su trabajo está volcado, incluso, a superar la experiencia estadounidense, por medio de un recuento de las formas en que numerosos pueblos a través de la historia han abordado el fenómeno, lo que da cuenta de que el contexto cultural incide en la percepción que tenemos sobre el problema, y de donde se deduce también el valor de la obra para cualquier lector interesado en este tema universal, polémico, no resuelto y siempre recurrente.

Pero quizás una de sus mayores virtudes sea que en medio de esa guerra de trincheras en la que se mantienen permanentemente los bandos «provida» y «proelección», el autor busque tender puentes que permitan escuchar los argumentos de los contrincantes. En el proceso, Tribe trata de llamar la atención tanto sobre la mujer como sobre el feto, no ya como conceptos aislados y abstractos sino dotados, cada uno de ellos, de una humanidad concreta, en un esfuerzo deliberado de tratar de encontrar un terreno común, por pequeño que sea, desde donde impulsar la construcción de un acuerdo aparentemente improbable.

Si el conflicto enfrenta una legítima preocupación por la vida, por un lado, y por la libertad, por el otro, el autor adelanta algunos elementos que deberían ser tomados en cuenta en el camino de una conciliación. En la lista, Tribe incluye, entre otros, no solo una sólida educación sexual y una amplia disponibilidad de métodos anticonceptivos (o abortivos, incluso, que puedan adquirirse directamente y eviten la necesidad de procedimientos quirúrgicos), sino también un mayor involucramiento estatal y social en la facilitación del cuidado de los niños una vez que estos hayan nacido: atención médica posnatal asequible,  licencias de maternidad y paternidad obligatorias, buenos cuidados infantiles, horarios flexibles en el lugar de trabajo, etc.

«Si los adalides de ambos bandos del debate sobre el aborto hicieran una pausa, reconocerían al menos un interés ampliamente compartido: el de trabajar por un mundo donde solo hayan embarazos deseados. Una mejor educación, la provisión de anticoncepción, incluso la creación de una sociedad donde la carga de criar un hijo sea más ligera, son todos objetivos alcanzables que se pierden entre la gritería sobre esta práctica. (…) Casi todos estamos de acuerdo en que deberíamos esforzarnos por lograr una sociedad en la que cada niño que concibe una mujer sea deseado y en la que cada niño nacido tenga a alguien que lo ame y lo cuide», concluye Tribe.

 

 

Llamas y otras plagas. Un recuento de la recurrente destrucción de las bibliotecas

 

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Ilustración tomada de http://www.prodavinci.com

 

Ernesto Mejía / @netomejia08

La destrucción de los libros y las bibliotecas fue uno de los temas que más fascinó a Borges como lo demuestran las varias referencias en sus cuentos, poemas y ensayos.

El tema aparece en «La biblioteca de Babel», donde imaginó una «secta» dedicada a la eliminación de libros inútiles; en «Los teólogos», donde describe una horda de hunos destruyendo una biblioteca monástica; en «El libro de arena», donde el miedo del protagonista  a esa obra infinita le hace pensar, por un momento, en su quema; en los versos de algunos de sus poemas como «El poema de los dones» o «Alejandría, 641 A.D.», y en su ensayo «La muralla y los libros».

Y hacia el final de su cuento «El congreso», los miembros de una hermética y fallida asamblea planetaria que había tenido la pretensión de representar a la humanidad entera asisten a la disolución de dicho parlamento frente a una hoguera que se lleva consigo la biblioteca que el congreso había acumulado a lo largo de cuatro años.

Su protagonista, Alejandro Ferri, dice entonces:

«Hay un misterioso placer en la destrucción; las llamaradas crepitaron resplandecientes y los hombres nos agolpamos contra los muros o en las habitaciones. Noche, ceniza y olor a quemado quedaron en el patio. Me acuerdo de unas hojas perdidas que se salvaron, blancas sobre la tierra».

(…)

Y prosigue:

«Irala (otro de los congresistas), fiel a la literatura, intentó una frase:

–Cada tantos siglos hay que quemar la Biblioteca de Alejandría».

Borges no sería, claro, el único literato embrujado por esa deliberada y cíclica destrucción de libros. Antes que él, otros autores como Cervantes, en «El Quijote»; Víctor Hugo, en «Noventa y tres»;  y Elias Canetti, en «Auto de fe»; o contemporáneos suyos como Ray Bradbury, en «Fahrenheit 451» y George Orwell, en «1984», ilustrarían también en sus ficciones esa real y nefasta vocación «biblioclasta» de algunos hombres.

Una práctica que, según la obra «Libros en llamas. Historia de la interminable destrucción de las bibliotecas», del escritor francés Lucien Polastron, ha acompañado a la humanidad casi desde el momento en que la escritura quedó fijada en un soporte lo suficientemente versátil que permitió que esos escritos fueran acumulados y conservados.

Su libro, publicado en 2004 y traducido al español por primera vez en 2007, es un exhaustivo recuento, a través de diferentes geografías y épocas, de esas recurrentes aniquilaciones. Fueran estas voluntarias o no, motivadas por razones políticas o religiosas, el historiador francés da cuenta de la inestimable desaparición de millones de obras, desde la destrucción de los depósitos de arcilla grabadas con escritura cuneiforme hasta los dos incendios y el inclemente saqueo que sufriría, en 2003, en plena invasión estadounidense, la biblioteca Nacional de Iraq.

A través de sus páginas, Polastron estructura un desolador recorrido donde los conflictos son en no poca medida los causantes de esa monstruosa devastación. Como lo ilustra justamente la escabrosa historia de la biblioteca de Alejandría, que entre mitos y verdades acoge en su seno un ciclo de constantes destrucciones y renaceres plagado de guerras, invasiones e incendios que terminan, según historiadores árabes antiguos, en su total aniquilación en el 642 de nuestra era, por órdenes del califa Omar.

Alegan estas fuentes que, consultado por  su general Amr bin al As sobre qué futuro debían tener los libros de la referida biblioteca, Omar le habría respondido en una carta lo siguiente: «Si lo que dice en ellos es conforme al Libro de Dios, el Libro de Dios nos permite ignorarlos, pero si hay algo en ellos contra el Libro, son malos, sea como sea, destrúyelos». Ante lo cual el militar habría tomado la decisión de usar todos y cada uno de los volúmenes como combustible para la calefacción de los baños públicos.

Polastron reniega, sin embargo, de esa versión, señalando que esta fue solo una leyenda inventada más de cinco siglos después por partidarios del sultán Saladino, quienes buscaban, a su vez,  una forma de justificar su muy personal método de dispersar bibliotecas: el remate de colecciones enteras al mejor postor con la intención de pagar a sus soldados que se enfrentaban entonces a los cruzados.

Más allá de su veracidad o no, el relato obviamente se asentaba sobre bases reales. El califa Omar, indica el autor, sería el primer gran vándalo musulmán como lo atestiguan sus acciones en los territorios de los hoy Siria, Irán, Egipto y Libia; y la quema de libros, en una religión que en sus inicios tiró a la hoguera incluso todas aquellas versiones del Corán que no se apegaran a la autorizada por el califa Utmán, la del codex de Hafsa, no era una práctica extraña.

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Como tampoco lo había sido para los cristianos, quienes desde mucho antes, y ondeando un argumento igualmente religioso, se lanzarían los primeros a una destrucción organizada que  buscaba  cortar de raíz cualquier desviación intelectual.

Siguiendo acaso el ejemplo del apóstol Pablo y de la quema pública de libros de «magia» en Éfeso, en el año 57 (relatada en Hechos 19-19), la historia de la cristiandad se llenaría desde muy temprano de ese tipo de brasas.

Así, y solo por poner algunos ejemplos, en 391, el obispo Teófilo destruiría la segunda biblioteca de Alejandría; en 590, el papa Gregorio I haría quemar todas las obras que quedaban de la antigua Roma; en 1242 y 1244, los parisinos saldrían a las calles a quemar talmuds y obras judías, prácticas que serían luego bendecidas y reafirmadas por el papa Inocencio IV y a las que le seguirían, consecuentemente, más quemas;  y en 1515, el concilio de Letrán elaboraría la bula Inter Sollicitudines que aparte de instaurar la censura previa por parte de la Iglesia católica, abriría la puerta a destruir todas aquellas obras que contuvieran errores de fe o de dogmas.

Aparte de esa «biblioclasia» motivada por principios religiosos, el catálogo de horrores recogido por Polastron no pasa por alto, por supuesto, aquella otra igualmente perniciosa: la impulsada por decisiones estatales.

Un apartado donde sobresale, en primer lugar, la Revolución Francesa. En ella, el autor indica que luego de la confiscación de las bibliotecas del país, algunas de las personalidades del movimiento, enfrascadas en discusiones sobre la disposición de dichos volúmenes, donde no faltaron las voces a favor de su quema, tuvieron al final la intención de crear una Bibliografía Universal de Francia. El resultado, no obstante, fue desastroso.  Entre 1789 y 1803, el régimen removió y  reclasificó un total de entre 10 y 12 millones de libros que fueron a parar a depósitos que no reunían los requisitos para su conservación y donde terminaron deteriorándose o perdiéndose para siempre.

Igual mención merece el ejemplo quizás más conocido de los grandes «biblioclastas» modernos: el del Tercer Reich. Un caso paradójico donde la teatralidad de los autos de fe que condenaban con especial saña a los libros y literatos hebreos convivió con una curiosa política de pillaje que buscó en todos los territorios ocupados hacerse de los más preciados ejemplares de las bibliotecas judías. De acuerdo con Polastron, solo de Polonia, los nazis expoliaron un total de 16 millones de volúmenes de ese tipo, los que, en conjunto con  el resto de confiscaciones hizo que hacia el final de la II Guerra Mundial, existiera entre Poznan, Berlín y Fráncfort «la más formidable colección de documentos en hebreo y sobre el mundo judío jamás reunida». Una acumulación que, de nuevo, se diluiría entre los bombardeos, los incendios y los saqueos provocados por el conflicto.

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Pero si las épocas de guerra han sido tiempos de particular amenaza para los libros, las fases de paz no han estado exentas tampoco de peligros. Por sobre todos, Polastron identifica cuatro: el fuego accidental o causado por fenómenos naturales como los terremotos; el agua, en el caso de los naufragios o al momento de sofocar los incendios; el hurto de ejemplares de las bibliotecas públicas; y, cómo no, la muerte de los propietarios, que pone en entredicho, en muchos casos, el destino de los libros coleccionados.

Quizás podría sumársele a esos, un quinto que ya señalaba en el siglo XVII, el teórico político y filósofo chino, Huan Zongxi: la mala conservación.

Citado por Polastron, el pensador oriental indicaba:

«La triste fortuna de las bibliotecas actuales no se debe solamente a las guerras y a los incendios. La gente que carece de medios no puede acumular libros, y los que lo hacen deben asistir finalmente a su dispersión porque no tienen medios para conservarlos. Lo que hoy existe mañana puede desaparecer «.

Con todo, en medio de ese desolador panorama de incesante destrucción, es la pluma de Borges, en «641 A.D.», la que nos devuelve un poco de consuelo frente a esa recurrente desaparición de las bibliotecas.

Aun si, al final de cuentas, se concretara el odio  y la acción aniquiladora de los enemigos de los libros y no quedara sobre la faz de la tierra un solo ejemplar,  la humanidad volvería a escribir de nuevo las mismas obras porque los temas que las inspiraron están inscritos en su alma.

«Declaran los infieles que si ardiera,
Ardería la historia. Se equivocan.
Las vigilias humanas engendraron
Los infinitos libros. Si de todos
No quedara uno solo, volverían
A engendrar cada hoja y cada línea,
Cada trabajo y cada amor de Hércules,
Cada lección de cada manuscrito».