Cuatro temas que unen a Trump con el romanticismo alemán (o no)  

 

 

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Francois Gérard, La batalla de Austerlitz. Tomada de http://www.reprodart.com

Ernesto Mejía / @netomejia08

En los últimos meses, la figura de Donald Trump pasó  de ser la de un excéntrico multimillonario asociado a proyectos inmobiliarios a la de un contendiente con las más serias posibilidades de convertirse en el candidato presidencial del  partido Republicano de Estados Unidos.

Su perturbadora retórica, cargada de una alta dosis de chovinismo y de velado o  abierto racismo, ha hecho que las comparaciones entre él y Hitler se multiplicaran por todo el mundo. Los paralelos claro no han sido gratuitos, por la sencilla razón de que Trump, al igual que en su momento lo hiciera el nacido en Braunau am Inn (en la actual Austria),  explota en buena parte de sus intervenciones las peligrosas ideas del nacionalismo, una ideología que hizo su primera aparición, al menos en Occidente, en el siglo XIX, en los territorios de la hoy Alemania, y cuyas raíces se hunden en el romanticismo de ese país.

Este último, un movimiento filosófico- literario, surgido a finales del siglo XVIII, que terminaría extendiéndose a todas las artes, sería en su esencia una reacción a la Ilustración francesa , a las posteriores invasiones napoleónicas que propagarían sus ideas por toda Europa y una consecuencia de la histórica rivalidad franco-germana.

Valga este ejercicio para señalar cómo algunas de las banderas que el precandidato estadounidense agita hoy con rabia se encontraban ya de una u otra forma en algunos de los primeros postulados de una vanguardia artística que dejaría una profunda huella en el mundo occidental.

 

 

1) El odio xenófobo

El primer eje temático en el que parecen alinearse las ideas de Trump y las de los pensadores alemanes del siglo XIX es en su odio a todo lo que huela a foráneo.

Desde que anunció su intención de correr por la candidatura del partido Republicano, en junio de 2015, Donald Trump dio algunas muestras de ello. Su foco desde entonces ha estado principalmente sobre los inmigrantes provenientes del vecino del sur («México está enviando a gente con un montón de problemas (…) están trayendo drogas, el crimen, a los violadores»).

Sin embargo, el empresario ha reservado apreciaciones parecidas para los refugiados sirios, a quienes ha vinculado con el Estado Islámico y con los ataques terroristas de París, y para los «trabajadores extranjeros» en general,  a los que ha acusado de contribuir con el desempleo y de embolsarse salarios que podrían ser para estadounidenses. En la retórica de Trump, su país se ha convertido en «el basurero de los problemas de todos los demás».  En concordancia con esa visión, su idea es deportar a todo aquel inmigrante indocumentado.

Bajo una eventual presidencia suya, el país solo aceptaría, aparentemente, a extranjeros que estudien en el territorio estadounidense, pero a condición de que cumplan estrictas medidas migratorias.

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Ernst Moritz Arndt. Tomado de http://www.ksta.de/

 

Los románticos alemanes tenían de igual manera una visión negativa de los extranjeros y particularmente del invasor francés. A ese respecto, baste recordar las palabras del poeta Ernst Moritz Arndt, que citado por Rudolf Rocker en «Nacionalismo y cultura», decía: «Odio a los extranjeros, odio a los franceses, a su arrogancia, a su vanidad, a su ridiculez, a su idioma, a sus costumbres; sí, odio ardiente a todo lo que venga de ellos; eso es lo que debe unir fraternal y firmemente todo lo alemán y la valentía alemana, la libertad alemana, la cultura alemana, el honor y la justicia alemanes, deben flotar sobre todo y adquirir de nuevo la vieja dignidad y gloria con que nuestros padres irradiaron ante la mayoría de los pueblos de la tierra».

 

2) La importancia de la frontera

Trump ha insistido una y otra vez en la necesidad de cerrar la frontera sur de Estados Unidos con un muro. Una división que, según él, México está obligado a financiar ya que durante años su país ha destinado miles de millones de dólares a servicios de salud, vivienda, educación y seguridad social para migrantes que ni siquiera están legalmente en suelo estadounidense. De negarse a pagar por la obra, Trump ha propuesto, entre otras cosas, que se decomisen las remesas enviadas por la población mexicana a sus familiares; que se eleven los costos de las visas temporales y las visas para trabajadores mexicanos; que se aumenten las tarifas para el otorgamiento de tarjetas de cruce en los pasos fronterizos; y que se recorte la ayuda al país que se extiende al sur del río Bravo (o Grande, como deseen llamarle). En una de sus más recientes intervenciones sobre el tema, el precandidato sugirió incluso que podría desatar una guerra si México no accede a pagar el muro.  «No somos un país, si no tenemos fronteras», ha sido otro de sus lemas.

 

Aunque los románticos alemanes no pensaron, obviamente, nunca en construir un muro en su frontera occidental con Francia, muchos de ellos sí concibieron al Rin y a los territorios situados en su ribera izquierda, como una demarcación que debía de defenderse con la vida si fuera preciso para evitar con ello el paso del enemigo. La referida ribera había estado en disputa desde  al menos el siglo XVII, puesto que Luis XIV la consideraba parte de su reino. Cuando en 1840, Adolphe Tiers, el primer ministro francés volvió a abordar por enésima vez el tema, reivindicando para su país el margen occidental, del lado germánico, temiendo una nueva anexión como la sucedida bajo Napoleón en 1806, se elevaron los más virulentos discursos llamando a defenderlo.

Quizás ilustre mejor esa atmósfera el poema «Rheinlied» (La canción del Rin), de Nikolaus Becker que además de los versos en los que destaca la belleza del río, llama una y otra vez a no cederlo al enemigo: «No lo tendrán/ al libre Rin alemán/aunque lo exijan a gritos/ como ávidos cuervos…No lo tendrán/ al libre Rin alemán/hasta que sus aguas no haya cubierto/ los huesos del último hombre».

Luego de la «Rheinlied», numerosas canciones o himnos dedicados a la corriente fluvial se sucederían uno tras otro, siendo quizás «La guardia del Rin», la más famosa. Esta composición amplifica aún más el estilo guerrerista de su predecesor («Mientras una gota de sangre aún brille/mientras un puño pueda empuñar una espada/y un hombro pueda sostener un rifle/ ningún enemigo entrará en tu orilla»).

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La guardia del Rin, Lorenz Clasen. Foto de http://www.de.wikipedia.org/

 

3) El lazo del idioma

El uso del idioma «propio» ha sido otro de los elementos a los que el precandidato ha echado mano para reafirmar el sentimiento nacional.

Luego de que, en septiembre pasado, el entonces también precandidato, Jeb Bush, respondiera en español a unos periodistas que lo habían abordado en Florida, Trump aprovechó el momento y le pidió que «diera el ejemplo» y hablara en inglés mientras estuviera en Estados Unidos. Un par de días después, volvería a hacerle la misma petición en pleno debate republicano: «Tenemos un país donde hay que hablar inglés para integrarse. Necesitamos integración en este país, no soy el primero que dice esto en la historia»

 

Más de 200 años atrás, en 1808, el filósofo Johann Gottlieb Fichte había puesto esa misma importancia trascendental en el idioma, llegándolo a incluir en sus «Discursos a la nación alemana», como una de las «fronteras interiores», es decir aquellas que más allá de las estatales, separan orgánicamente lo propio de lo ajeno.

«Las primeras, originarias, y realmente naturales fronteras de los estados son indudablemente las fronteras internas. Aquellos que hablan el mismo idioma son unidos entre sí por una multitud de lazos invisibles por la misma naturaleza, mucho antes de la aparición de cualquier arte humano; se entienden entre ellos y tienen el poder de continuar hacerse entendidos cada vez con más claridad; pertenecen juntos y son por su misma naturaleza un todo único e inseparable».

Y qué decir de nuevo de Arndt, que en su poema  «Cuál es la patria alemana» se despacha de la siguiente manera: «¿Cuál es la patria del alemán? ¿Es el país de Prusia, de Suabia o del Rin, donde maduran las uvas, o el de Belt, donde revolotean las pintadas aves? ¡Oh, no, no. Su patria debe ser más grande! ¿Será el país de Pomerania, el de Westfalia, aquel en cuyas costas se alzan torbellinos de arena, o por donde pasa mugiendo el poderoso Danubio? ¿Será la Baviera, el país de Estiria, aquel en donde pacen los numerosos rebaños de los Marsos, o en donde el habitante de la Marche, halla inmensos veneros de ricos metales? ¡Oh, no, no; su patria es más extensa! (…) ¡Nombrad, pues, esa gran patria! Escuchad: es todo el país en donde retumba la lengua alemana, en cuyo lenguaje, los cantos celebran al Dios que está en los cielos. ¡Esforzado alemán, esta es tu patria, esta es la que merece tan dulce nombre! »

 

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Germania, Philipp Veitt. Tomada de http://www.elmati.cat

4) La grandeza de la nación

En este punto no hay mucho que decir sobre la visión de Trump. Basta con recordar que su eslogan de campaña, basado en la pretendida «excepcionalidad» estadounidense, es «Volver a hacer grande a América», entendida América en el sentido gringo, claro. Un pensamiento que denota no solo la supuesta superioridad moral, social, económica, etc. de la nación, sino su llamado a cumplir una misión especial en el mundo.

La misma idea, solo que aplicada a Alemania y más que todo a una dimensión cultural, vibraba ya en el siglo XVII en la pluma del escritor Friedrich Schiller, uno de los precursores del romanticismo germano.  En un poema titulado «Grandeza alemana», escrito en 1801 y descubierto después de su muerte, Schiller afirmaba: «El alemán tiene intimidad con el espíritu del universo. Para él está destinado lo más elevado… Él es el escogido por el espíritu del mundo, durante la lucha del tiempo para trabajar en la eterna construcción de la formación humana».

 

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Germania, Friedrich August von Kaulbach. Tomada de http://www.jmberlin.de/

Ahora bien, aunque parezca haber una coincidencia discursiva en estos temas entre el movimiento romántico y el precandidato presidencial, sería ingenuo equiparar unos a otros automáticamente.

Como se apuntó al principio, las visiones del romanticismo germánico surgen bajo condiciones bien concretas y se ven exaltadas por la invasión de un ejército imperial. El movimiento es, en pocas palabras, una reacción a la Ilustración francesa a la que sus exponentes consideraban un absolutismo que privilegiaba la razón, al tiempo que obviaba  todo lo que esta no podía abarcar. De esa forma, afirmaban, relegaba a un segundo plano el arte, la literatura, los sentimientos, las pasiones o la imaginación como medios para aprehender el conocimiento.

Ante eso y ante la voluntad universalista, cosmopolita y uniformadora del racionalismo ilustrado, expandida por las tropas napoleónicas, es que se rebelan los pensadores románticos. Como oposición a lo primero plantean la idea de aspirar a lo Absoluto, a lo Eterno, al Universo, en una búsqueda sin fin en la que se pretende conciliar las múltiples facetas humanas que han sido desterradas por la Ilustración. Frente a lo segundo postulan  una vuelta a las raíces, a la lengua, a la cultura y a las tradiciones de la nación; es decir una penetración y un descubrimiento  del «Volkgeist» (el famoso «espíritu del pueblo» de Johann Gottfried Herder); ese conjunto de costumbres, esa forma de vida y de percibir que le son propias  a cada nación.

En su etapa temprana, el nacionalismo romántico no es ni siquiera agresivo. De cara a la avasalladora presencia de los invasores franceses, la exaltación nacional sirve esencialmente para exigir la libertad, la unificación de los pueblos germanos, la autodeterminación cultural e iguales derechos para todas las naciones. Adelantado a su época, Herder sueña, incluso, con una pluralidad de culturas nacionales que puedan cohabitar pacíficamente.

En su fase más tardía, con la unificación ya concretada,  este derrapa sí hacia un estadio más virulento donde se procede a proclamar jerarquías de naciones, en las que Alemania tiene, por supuesto, una supremacía.

Aunque trazar una línea directa del romanticismo al nazismo sería simplista, es cierto que algunos de sus rasgos: su metafísica,  su arraigo a los orígenes,  su emotividad  e irracionalidad, en conjunción con otros factores (darwinismo social, teorías de raza, ocultismo, mitología, exaltación de la técnica) pervivirían en él y permitirían la locura criminal del Tercer Reich.

Así, a la vuelta de apenas un poco más de un siglo, el sueño de alcanzar el ideal romántico de conciliar todas las facetas humanas a la vez que se reafirmaban las particularidades nacionales se convertiría en una pesadilla cuando caería preso del radicalismo político.

Es en esa última posición donde se ubica Trump y tantos otros líderes nacionalistas. El precandidato acude a remover las fibras nacionales, no para estructurar una emancipación esencialmente cultural como la deseada por los primeros románticos, sino para montar un proyecto político que permita erigirlo en el dirigente capaz de acometer  una soñada restauración de la patria.

Ante el descontento de amplios sectores por la situación económica o el declive del papel de Estados Unidos en el escenario internacional, Trump recurre a la imagen de un pasado glorioso y de una nación homogénea (da igual si esto tiene unas bases históricas o sea una ficción) para prometer exactamente lo mismo en el futuro.

Como todo buen nacionalista radical recurre a la victimización y construye a un enemigo externo o interno, causante de los agravios, al que lo más puro de la nación debe de combatir.

Es ese radicalismo atávico, que creíamos a lo mejor ingenuamente desterrado después de las dos guerras mundiales, en el que se monta Trump y que está en ascenso de nueva cuenta en muchas partes de Europa.

Y sus consecuencias, como bien lo atestigua la historia, son catastróficas. Aunque Estados Unidos no sea la endeble y decadente República de Weimar, de Trump, lo único que se puede esperar es que no gane ni la candidatura ni por supuesto la presidencia del país.

Porque como lo recordaba Mario Vargas Llosa, en su ensayo «La amenaza de los nacionalismos»:

«A pesar de la vocación pacífica de la mayoría de los nacionalistas, en esta ideología, en su concepción del hombre, de la sociedad y de la historia, anida una semilla de violencia, que germina sin remedio cuando se vuelve acción de gobierno».