Viaje al corazón del desencanto

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Trotsky. Foto de http://www.telegraph.co.uk

 

Ernesto Mejía / @netomejia08

Desde su exilio en Noruega, Liev Davidovich (Trotsky) escribiría en 1936, «La Revolución traicionada», una sentida crítica al ascenso de Iósif Stalin al poder en la Unión Soviética y a la creciente burocratización y degeneración del estado que él consideraba se había desencadenado tras la muerte de Lenin, en 1924.

Impregnado desde temprana edad de las obras marxistas, y habiendo participado en numerosos movimientos sindicales y políticos anteriores a la caída del zarismo, la cárcel y el destierro no eran ya a esas alturas una novedad para él. Su seudónimo, de hecho, lo había adoptado presuntamente de un carcelero que lo había custodiado en Odesa en 1902. Lo que sí era nuevo, y por eso el amargo sentimiento que se respira en sus letras, era que entonces se le había expulsado de un régimen por el cual él había luchado en primera línea y que, bajo el influjo de Stalin, se había pervertido, tornándose en un Estado policial basado en el terror, que se alejaba, a su juicio, cada vez más de las tesis de Marx, Engels y Lenin.

Para el momento de la publicación de su libro, Trotsky, otrora Comisario de Guerra y creador del Ejército Rojo, llevaba nueve años de haber sido expulsado del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). Había sido arrestado y deportado a la provincia de Alma-Ata (actual Kazajistán), desde donde se le obligaría luego a abandonar el país, para iniciar una serie de exilios que comenzarían en Turquía y se prolongarían en Francia y Noruega.

Debido a las presiones del Kremlin y a la avasalladora campaña internacional en su contra, el revolucionario estaba a punto incluso de sufrir en ese último país un nuevo arresto domiciliario y una nueva expulsión que lo llevaría finalmente a México, la única nación que aceptaría acogerlo, y donde sería asesinado en 1940.

Acorralado y sin recursos, diezmado su grupo de seguidores y atrapado ante la incómoda posibilidad de que su crítica al oscuro Secretario General del PCUS se leyera como la deserción de una utopía que aunque deformada consideraba todavía rescatable, Trotsky constataría en esa obra:

«La fantasía más exaltada difícilmente concebiría un contraste más vivo que el que existe entre el esquema del Estado obrero de Marx-Engels-Lenin y el Estado a cuya cabeza se haya Stalin actualmente (…) Stalin es la personificación de la burocracia. Esa es la sustancia de su personalidad política.

…A pesar de la profunda diferencia de sus bases sociales, el estalinismo y el fascismo son fenómenos simétricos; en muchos de sus rasgos tienen una semejanza asombrosa. Un movimiento revolucionario victorioso, en Europa, quebrantaría al fascismo y al bonapartismo soviético. La burocracia estalinista tiene razón, desde su punto de vista, cuando vuelve la espalda a la revolución internacional; obedece, al hacerlo, al instinto de conservación».

Con un notable rigor histórico y no menos genio literario, el cubano Leonardo Padura ofrece en su novela «El hombre que amaba a los perros» (2009), una minuciosa reconstrucción de ese accidentado viaje al desencanto de un sueño que le costaría a Trotsky, no solo su vida, sino la de sus tres hijos, la de una hermana, la de dos sobrinos y la de su primera esposa, perseguidos todos, encarcelados, fusilados, desaparecidos o empujados al suicidio por la locura estalinista.

Padura estructura ese itinerario bajo la forma de un tríptico donde la biografía del revolucionario se va desplegando en alternancia con la de su asesino, el catalán Ramón Mercader, y con la del narrador, Iván Cárdenas Maturell, un personaje ficticio —escritor y cubano para más señas— a quien sin siquiera sospecharlo, hacia el final de la década de los 70, una fuente primaria le va revelando los entresijos de esa trágica relación y es quien a su vez guía al lector a través de una de las historias más tormentosas del siglo XX.

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Foto de http://www.casadellibro.com

Y al igual que el renegado soviético, los otros dos protagonistas de ese juego de perspectivas que abarca más de 60 años y se extiende por más de 750 páginas, son también náufragos en un siglo atroz, desencantados cada uno a su modo y desde sus muy particulares razones.

A uno, el catalán, estalinista hasta el tuétano, un hombre manipulado por una madre posesiva y formado en la férrea disciplina de los agentes secretos del NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos de la Unión Soviética) le pesa hacia el final de su vida el haber sido vaciado de su identidad, de su pasado; el haber sido utilizado en la construcción del gran altar de la Historia y por la mayor gloria de una revolución que hasta entonces juzga con cierta distancia.

Su crimen le termina costando 20 años de internamiento en una de las cárceles más duras de México, donde a pesar de las torturas no revela nunca su verdadera identidad ni la de los autores intelectuales del asesinato. Y una vez liberado, y ya en Moscú, le vale también para ser condecorado como Héroe de la Unión Soviética con la Orden de Lenin, la mayor distinción del país. Pero su heroísmo es incómodo. Debe mantenerse secreto, en la sombra. Nadie debe hablar de ese hombre que ahora se hace llamar Ramón Ivánovich López, otro nombre más a su interminable lista de seudónimos.

Asfixiado por la prisión de oro en la que se le convertiría la URSS, Mercader logra un permiso para salir a Cuba donde finalmente moriría de cáncer en 1978.

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Ramón Mercader en la prisión. Foto de http://www.reporte.com.mx

El otro protagonista, el cubano, es un prometedor escritor caído en desgracia, al que el castrismo se ha encargado de minar su vocación. Advirtiendo sus crecientes cuestionamientos, el régimen le corta cualquier recurso y lo relega al puesto de corrector en una revista de veterinaria.

Tocado por su situación y por la pena generada por la muerte de su hermano, un estudiante de medicina expulsado de la carrera por su homosexualidad, que se  ahogaría mientras trataba de huir de la isla, Cárdenas Maturell se hunde en el profundo desaliento de un país opresivo, sumido en la miseria que exige los sacrificios eternos del presente a cambio de un futuro incierto que no termina de llegar. Una cárcel a cielo abierto en medio del Caribe donde se multiplican las mentiras oficiales y el miedo.

Desplegado en su totalidad ese tríptico de desafortunados destinos, mezcla de víctimas y victimarios del dogmatismo ideológico, el lector no puede menos que preguntarse cómo pudo desfigurarse de esa manera la más grande utopía que el ser humano haya ideado jamás.

Aunque Trotsky responsabiliza a Stalin de tan terrible desviación, el politólogo Isaiah Berlin afirma que el punto de inflexión fue muy anterior incluso al triunfo de la revolución de octubre de 1917.

En su ensayo «Las ideas políticas en el siglo XX», Berlin señala que durante el segundo congreso del partido socialdemócrata ruso, celebrado en 1903, un delegado de seudónimo Posadovski preguntó si el énfasis que habían puesto los socialistas «duros» (entre los que se encontraba Lenin) en dotar al partido de una autoridad centralizada absoluta no entraba en contradicción con las libertades fundamentales que estaban empeñados en alcanzar.

De acuerdo con el politólogo, fue Plejánov, uno de los fundadores del marxismo ruso quien se encargó de responderle con una frase lapidaria: «La seguridad de la revolución es la ley más alta».

Berlin asegura que Lenin precisaba de una autoridad absoluta para una pequeña organización de revolucionarios porque consideraba que ante el máximo objetivo del triunfo de la revolución, los métodos democráticos eran ineficaces para persuadir a reformadores y sublevados.

En «El hombre rebelde», Albert Camus acusa también al líder bolchevique de haber sembrado la contradicción entre la filosofía oficial y la práctica soviética que se materializaría en todo su esplendor en el futuro régimen estalinista

Aunque el filósofo francés admite que Lenin, en su planteamiento teórico plasmado en El Estado y la Revolución (1917), parte en efecto del principio marxista de que el Estado proletario debe debilitarse gradualmente y morir una vez se haya operado la socialización de los medios de producción, este termina justificando en esa misma obra el mantenimiento indefinido de una dictadura liderada por una fracción revolucionaria.

El dirigente ruso sustenta esa decisión en la necesidad de que la revolución solvente innumerables dificultades que van saliendo a su paso (reprimir la resistencia, dirigir la masa de la población en el ordenamiento de la economía socialista, vencer las injusticias, etc.) pero que terminan cargando al Estado de una serie de atribuciones autoritarias que lo vuelven interminable.

Un proceso en el cual Trotsky, a pesar de sus iniciales convicciones democráticas y sus antiguas críticas a Lenin, al que acusó en varias ocasiones de sustituir las masas por una intelectualidad revolucionaria, tendría un papel determinante. Ya fuera  apoyando o dirigiendo la represión, la dictadura económica o la militarización del trabajo.

Camus concluye con razón:

«Puede decirse que en este lugar muere definitivamente la libertad. Del reinado de la masa de la nación, de revolución proletaria se pasa de buenas a primeras a la idea de una revolución hecha y dirigida por agentes profesionales. La crítica implacable del Estado se concilia luego con la necesaria, pero provisional, dictadura del proletariado en las personas de sus jefes. Para terminar, se anuncia que no se puede prever el término de este Estado provisional y que, además, a nadie se le ha ocurrido nunca prometer que tendría un término. Después de esto es lógico que la autonomía de los soviets sea combatida, Majno traicionado y los marinos de Kronstadt aplastados por el partido».

Solo como apunte final: la rebelión de Kronstadt de 1921, en la que participaron marineros, soldados y trabajadores de esa fortaleza naval descontentos con el rumbo del gobierno, al que le exigían una serie de reformas políticas y económicas, fue un hecho en el que Trotsky tuvo un papel protagónico pues fue el artífice de la represión del movimiento.

Aunque irónicamente muchos de esos alzados habían ayudado al triunfo del gobierno bolchevique, en un artículo publicado en 1938, Trotsky, ya exiliado en México,  respondería a los críticos negando que la base de  ese movimiento rebelde hubiera sido la misma que aquella que en 1917 había acuerpado a la revolución. En cambio, señalaba, el grupo alzado era en esencia «pequeñoburgués» y «reaccionario».

Luego de justificar la medida, en el marco de las leyes de la revolución y de su pretendida dictadura proletaria, Trotsky cerraría el artículo así:

«Conscientes de su impotencia en la arena de la política revolucionaria de hoy, la disparatada y ecléctica pequeña burguesía, trata de utilizar el viejo episodio de Kronstadt en su lucha contra la Cuarta Internacional, es decir, contra el partido de la revolución proletaria. Estas últimas ‘gentes de Kronstadt’, también serán aplastadas, es verdad que sin el uso de las armas, puesto que, afortunadamente, no tienen una fortaleza».

No hay ley más alta que la «seguridad de la revolución», como bien había dicho Plejánov.

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